Jueves, 30 de abril de 2015 | Hoy
FEMINISMOS
Silvia Federici, la italiana autora de Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria –Tinta Limón Ediciones–, estuvo en Buenos Aires para dialogar cara a cara con organizaciones sociales, políticas, barriales; de resistencia, en definitiva, porque –dice– es en este tipo de encuentros donde toma cuerpo su palabra escrita, donde constata que el disciplinamiento de las mujeres requiere, desde los inicios del capitalismo, volverlas pobres, quitarles sus saberes, confinarlas a un trabajo reproductivo que después es denigrado. Una crónica de estos encuentros en los que teoría y práctica se entrelazan y se cobijan para alumbrar nuevos caminos, nuevas resistencias.
Por Verónica Gago
En medio del bullicio de Retiro, en la boca de un desfiladero que se abre entre las vías y la estación de micros, un tumultuoso grupo se prepara para entrar a la Villa 31, en el corazón de una de las zonas ricas de la Ciudad de Buenos Aires. Tras quince minutos de caminata por los pasillos angostos y altos, en un otoño que de tan primaveral confunde, se llega a la casa de las Mujeres Luchadoras, del Movimiento Popular La Dignidad. Allí la feminista italiana Silvia Federici está almorzando, rodeada de mujeres del movimiento y vecinas integrantes de la Corriente Villera Independiente que conversan, le ofrecen más comida y le cuentan de qué se trata lo que hacen todos los días: trabajo barrial, denuncias contra el maltrato, autoorganización popular, elecciones y conquista de la conducción de la villa. Silvia tiene una cualidad no tan común. Sabe escuchar. Disfruta escuchar.
Federici nació en Italia, desde los años ’60 vive en Estados Unidos, donde fue parte de la red que discutió y se organizó alrededor del salario para el trabajo doméstico. El Comité por el Salario Doméstico (1972) bien podría pensarse como un antecedente militante y feminista de planes sociales que hoy son extendidos en Argentina, como el Ellas Hacen y la Asignación Universal por Hijo, sólo que por entonces el marco era la discusión misma de la división sexual del trabajo y se prestaba gran atención a la consolidación de jerarquías que dividían el trabajo en el interior del hogar y aquel que, como una invencible frontera, marcaba el afuera público. Una división conocida como el “patriarcado del salario” y más popularizado con la frase de la propia Federici, que dice: “Lo que llaman amor, nosotras lo llamamos trabajo no pagado”. Hoy esas mismas fronteras son más difusas: en la Villa 31 son estas mujeres las que hacen trabajo político, organizan asambleas, arman capacitaciones y también, siempre, cuidan niñxs, lavan y cocinan. Hoy sería interesante volver a pensar la relación entre esos planes sociales y la idea misma de salario porque, cuando se habla sólo de subsidios, queda secuestrada la producción de valor social por la cual este dinero es injustamente etiquetado como dádiva o favor que viene del Estado.
La frontera, sin embargo, aparece bajo otras formas, en el centro del gobierno racista sobre este territorio: por el pasillo siguiente a esas habitaciones limpias y decoradas se levanta el muro que se está construyendo para que no se vea la villa desde el otro lado de las vías, ese borde que linda con la Avenida del Libertador. Es similar al que ya se construyó sobre el otro lado de la villa, el que da a la autopista, con el fin de que no se puedan hacer cortes de ruta cada vez que los vecinxs querían reclamar algo con urgencia.
Al rato, la actividad se desplaza a una canchita de fútbol, ya casi hacia la Villa 31 bis, el doble dinámico y expansivo de la Villa 31. Ya hay más de doscientas mujeres. Muchas tienen pañuelos rojos atados al cuello. Muchísimas son bolivianas. Más tarde llegan otras, con pañuelos verdes de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto. Como si los pañuelos blancos quedaran disponibles, capaces de alojar otros colores, otras luchas. Las mujeres pintadas en los carteles que enmarcan la actividad también tienen pañuelos, esos reconocibles de las montañas de Chiapas.
Los varones no son tantos. Algunos se ubican con reposeras por fuera de la asamblea, como espectadores. Hay dos rostros inconfundiblemente masculinos que, estampados en ambulancias de las organizaciones del barrio, custodian el espacio y parecen mirar al más allá: el Padre Carlos Mugica y el Che Guevara.
Una de las organizadoras lee un texto. Cuenta que han trabajado y saboreado el libro que Federici vino a presentar a Argentina: Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria (Tinta Limón Ediciones). Que han charlado sobre las historias de las brujas y que en esa genealogía puede ubicarse a las piqueteras, a las mujeres de las ollas populares, a las que se animan a caminar los pasillos de la villa a cualquier hora, las que se rebelan en sus casas, y a las que hoy están ahí, también evocando un tipo de aquelarre, con muchos chicos que corren en el medio y otros tantos que se quedaron dormidos.
Después se vienen las representaciones de un grupo de mujeres de la Villa 1.11.14 del Bajo Flores que practican –bajo ensayos de teatro– formas de encarar, decir y poner freno a la violencia contra ellas. Al rato, algunas mujeres del público proponen cambio de guión, se convierten por un momento en actrices y se ganan aplausos. Como una “promotora ambiental”, que se presenta como Jackie y que le pone los puntos a una situación de palpable abuso y se gana la simpatía general. No hay sólo brujas. También guerreras.
Silvia Federici escucha, observa. Y luego, recién luego, habla. Dice que está feliz y agradecida. Que las cosas sobre las que ella escribe las encuentra en este tipo de espacios. Que el disciplinamiento de las mujeres requiere –desde los inicios del capitalismo– volverlas pobres, quitarles sus poderes de curanderas y parteras, despojarlas de sus tierras y de las posibilidades de autoproducción, confinándolas al trabajo reproductivo al mismo tiempo que éste es devaluado y limitado sólo como “trabajo de mujeres”. Que la caza de brujas, como escena predilecta de una expropiación colectiva, no queda sólo en el pasado, sino que insiste y aparece bajo nuevas formas de criminalización, empobrecimiento y violencia contra las mujeres y sus formas de autonomía. Las preguntas se suceden. Algunas con micrófono, otras a los gritos. El sol empieza a ser menos intenso. El naranja del ladrillo a la vista sin revoque produce un efecto de luz que se parece a un fuego, bien distinto del de las hogueras.
“Sexo limpio entre sábanas limpias”: éste fue el objetivo de la racionalización capitalista de la sexualidad que aspiraba a convertir la actividad sexual femenina en un trabajo al servicio de los hombres y de la procreación. Además, era una forma de sedentarizarlas. Para ellas era mucho más difícil convertirse en vagabundas o trabajadoras migrantes, porque la vida nómada –argumenta Federici– las exponía a la violencia masculina, y por entonces –en el momento de organización capitalista del mundo– la misoginia estaba en aumento. Sin embargo, como ella insiste, esa violencia no quedó como un cuento recóndito de los inicios. Por eso mismo suena tan cercana esta imagen de que todo nomadismo femenino (sea desde tomar un taxi por las noches a abandonar a una pareja) es, cada vez más, ocasión de violencia sexista.
Federici estuvo también en un taller de pedagogía feminista organizado por el equipo de Educación Popular de Pañuelos en Rebeldía, en el barrio de Pompeya. También allí había muchas lectoras de su libro, a esta altura una suerte de manifiesto de cuatrocientas páginas que hilvana historia colonial (sobre la esclavitud en Africa y América), con el poder de medicalización (contra el cuerpo mágico), y la masificación de la prostitución (en simultáneo a la aparición de la figura del “ama de casa”). Este tema en particular, la prostitución, fue eje de discusión. También de las preguntas que le hicieron en La Casona de Flores, donde más de cuatrocientas personas se reunieron para escucharla. Silvia hace esfuerzo por entender la discusión tal como se da en Argentina. A los días de escuchar argumentos dice que es uno de los temas que más divide al feminismo aquí y en el mundo. Sin embargo, subraya dos cuestiones. Por un lado, la diversificación de situaciones de prostitución que incluso desafían las teorizaciones clásicas porque ya no ponen de manera clásica al cuerpo en el centro. Se refiere, por ejemplo, a las modalidades virtuales de las hot-lines o las páginas web que venden conversaciones e imágenes eróticas. “Diría, en primer lugar, que el mundo de lo que llamamos prostitución es cada vez más amplio, variado y cambiante, así como se amplifican las formas de explotación y de servidumbre”, apunta. “Por otro lado, aun si veo que aquí no es una posición que tenga mucha fuerza, creo que hay muchas mujeres, especialmente migrantes que, en el marco restringido de lo que significa optar, encuentran en la prostitución una forma de ganar dinero que evalúan como más conveniente. Esto se debe a que ganan más que en el trabajo doméstico y porque el trabajo doméstico tampoco funciona como lugar seguro frente a abusos sexuales. Entonces, muchas jóvenes dicen que optan por la prostitución como forma de rechazo al trabajo doméstico y debido a la diferencia de dinero. Creo que es un argumento que no puede dejar de tenerse en cuenta. Aun si eso no nos cierra la discusión de si debemos considerarlo o no trabajo”, señala Federici en un intervalo de sus actividades. Además, puntualiza otra diferencia importante, “hay que discriminar entre la criminalización de la prostitución y el intento del Estado de legalizar, que apunta a toda una serie de controles contra las mujeres”.
La prostitución y el trabajo doméstico, dice Federici, deben siempre estudiarse y comprenderse de conjunto. Porque son las mujeres las que, bajo el capitalismo, se convierten en “máquinas productoras de trabajadores”: a esa exigencia se debe el control de la procreación y del trabajo de la reproducción que las mujeres realizan gratis, como trabajo no retribuido, y del cual el capital extrae un beneficio extraordinario.
Así lo estudió en su libro, que empezó siendo un proyecto de investigación con otra feminista italiana, Leopoldina Fortunati, que quería bosquejar la historia de las mujeres en la transición del feudalismo al capitalismo. Terminó siendo un modo de confrontar con la ortodoxia marxista, que señalaba como irrelevante al trabajo doméstico en la acumulación de capital. También un ajuste de cuentas con Michel Foucault que, según las autoras, “funde las historias masculina y femenina en un todo indiferenciado y se desinteresa por el disciplinamiento de las mujeres”, al punto que nunca menciona a las brujas.
Federici cumplió 73 años el lunes pasado, cruzando el charco de Montevideo a Buenos Aires. Recién alojada –junto a su marido, el marxista George Caffentzis– en un hotel del barrio de Once, insistió con que preferían quedarse en la casa de alguien. De actitud militante incansable, no rechaza ninguna propuesta que quepa en su abultada agenda, que seguirá por las ciudades de La Plata y Neuquén. De un vegetarianismo cuidado, debido a que se está reponiendo de una enfermedad, no deja de decir que lo que verdaderamente la energiza es la cantidad de mujeres que encuentra y que no deja de sorprenderse por las repercusiones múltiples que este libro ha logrado en América latina.
Después de su presentación en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, junto con militantes del Frente Popular Darío Santillán-Corriente Nacional, Federici dedicó casi el mismo tiempo de la charla a responder preguntas. Dos días después, en un taller con integrantes de distintos colectivos y coordinado por el Instituto de Investigación y Experimentación Política (IIEP), Federici se explayó sobre las nuevas violencias que la crisis de la forma salarial desata. Los microcréditos que vuelven deudoras a las mujeres y las economías ligadas al narcotráfico que escalan la violencia en las relaciones cotidianas, argumentó, requieren pensar los elementos de autodefensa. Federici dice detectar una guerra que atraviesa micropolíticamente la sociedad post salarial. Tomar conciencia de la guerra y pensar cómo las resistencias pueden desarrollar estrategias sin acomodarse en la tristeza pero sin dejarse tampoco entrampar en el enfrentamiento directo, podrían ser –explicó– objetivos de las luchas y las organizaciones a mediano plazo. Una de las integrantes de una organización que trabaja con mujeres presas en Ezeiza puntualizó también cómo esa guerra traza un continuum con las cárceles cada vez más íntimo. Y cómo en las cárceles, los negocios con el afuera son un modo de disciplinamiento interno. Otra integrante de un centro de salud de la zona sur detalló cómo la presencia misma de las mujeres en el barrio cambia: ya no protagonizan sólo situaciones de lucha comunitaria, sino que también se involucran en funciones muy importantes de una dinámica economía ilegal. Lo cual –se dijo– reorganiza los flujos de dinero que componen nuevos tipos de “salario” y estructura relaciones de poder muy diferentes.
El otro punto que Federici destacó es la guerra en las escuelas por medio de la introducción de fármacos para aquietar a lxs niñxs –“¡lo cual desestima toda idea de guerra contra las drogas, sino que lo que se promueve es lo contrario!”, aclaró– y una estricta batalla que se inculca entre alumnxs bajo el mandato de la competitividad individual. Agrega que la expropiación del conocimiento es un componente fundamental de las privatizaciones que se practican sobre recursos naturales (tierras, aguas, bosques).
Federici sigue camino y se encuentra, nuevamente con aulas llenas, en la cátedra libre Virginia Bolten en la Universidad de La Plata. Dice, otra vez, estar feliz y agradecida. Y vuelve a convocar a las brujas, a las esclavas en las plantaciones del Nuevo Mundo, a su experiencia de confluencia con los grupos del Black Power en los agitados años ’70 en Estados Unidos, a rememorar su experiencia de vida y trabajo en Nigeria, y así abrir la pregunta: ¿cuál es la guerra hoy y contra qué modos de vida?
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