Viernes, 19 de agosto de 2005 | Hoy
A MANO ALZADA › A MANO ALZADA
(de los cuerpos desaparecidos y las formas de la memoria)
Por María Moreno
El hallazgo de los restos de Mary Ponce, Azucena Villaflor y Es-ther Careaga no puede ser meramente el acontecimiento que libre el duelo diferido a su destino de una realización que hasta entonces se le había negado –¿es que existe duelo que no sea incapaz de inventar sus avatares singulares aun en ausencia de cuerpo y de tumba?– ni como la evidencia del crimen, ahora convertida en certeza. Los efectos de este género de restitución no suelen ser transparentes. Aunque las catástrofes naturales y las guerras han dado a la palabra “desaparecido” su connotación de muerte, en el ámbito de la violencia política donde la voluntad criminal se dirigió, una por una, a sus víctimas, esa palabra conserva siempre un sentido imaginario literal, como si el desaparecido fuera un objeto sustraído a la percepción o se moviera en una dimensión distinta, como entre mundos. Los mismos ex detenidos desaparecidos evocan su cautiverio con esa dimensión de suplicio y, al mismo tiempo, inexistencia, o como si hubieran subsistido en una suerte de vida paralela. La creencia es una estructura de pensamiento que instaura al mismo tiempo la certeza y la duda. El psicoanalista Octave Mannoni la sintetizó en una fórmula ajustada. “Ya lo sé pero aun así...” “Yo sé que los desaparecidos están muertos pero aun así...” explicaría que el hallazgo de los cuerpos instale, junto con la pena, un sentimiento de desazón por la comprobación de la muerte efectiva.
Muchos familiares de desaparecidos que no han encontrado los restos ni conocen los finales de sus seres queridos reconocieron la certeza de la muerte de modos diversos y no ajenos a una suerte de involuntaria imaginación. Hubo exiliados que se identificaron, en México o en Cuba, con las culturas populares locales, y encontraron en estas ceremonias certeza y apaciguamiento. En sus testimonios de la desesperación de una búsqueda ante las que se cerraban una y otra vez las puertas oficiales, se cruzaban las de una bruja autorizada en una tradición indígena, de un vidente que “veía” más por conocer las marcas de la opresión popular que por sus conocimientos del más allá. María del Socorro Alonso, militante del PB y una de las mujeres de desaparecidos que testimonian en Pájaros sin luz de Noemí Ciollaro, cuenta los contactos que buscó en Brasil con los profesadores del culto umbanda, los “espíritus” de eficacia más confiable que un hábeas hábeas. Silvia Catalá supo de la muerte de su hermano Alfredo a través de una vidente cubana.
La elaboración de la someramente llamada “historia reciente” registra picos de angustia, rememoraciones y descubrimientos que retornan como si se estuviera aún en los comienzos de los testimonios, de los juicios y de las condenas en un tiempo jamás lineal. En estos días, visitar la ESMA no fue lo mismo que en los anteriores a la aparición de los restos de las madres. Imágenes siniestras volvieron a ocupar con insistencia los sueños de los sobrevivientes.
El hallazgo de los restos de las madres podría pensarse como de una dimensión de horror que ya no se ensañaba sobre los cuerpos a desaparecer sino sobre aquellos que buscaban esos cuerpos, de acuerdo a la inquietante sucesión expuesta en el célebre poema de Brecht. Pero también puede pensarse que hasta allí ha llegado la tarea de la Justicia, en la reidentificación y restitución. No de unos pocos en lugar de todos sino como comienzo llamado a no cesar. No en vano aquellas que hoy descansan bajo su nombre propio se llaman fundadoras.
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