Viernes, 26 de mayo de 2006 | Hoy
VIDA DE PERRAS
Por Soledad Vallejos
Para ser sincera, después de consumir tanta tele, tanto aviso, tanta radio, yo creía que en ese terreno de aventuras módicas y modelizadas de nuestras vidas lo sabía todo, pero justo entonces vino el golpe de la realidad. De sopetón, me fui a topar con la evidencia de que estaba inmersa en la ignorancia. En la parada del colectivo, un afiche me interpelaba sin ningún disimulo: “¿Querés disfrutar la vida hoy?”. Y bueno, sí, quién no. Plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro, comer sin engordar y tener un novio con auto son cosas que ninguna de nosotras en su sano juicio rechazaría como fundantes de un disfrute sólido. La misma publicidad me prometía “la solución más moderna”, que campeaba en dominios económicos y se limitaba, ay, a “los gastos de tu casa”. Se trata, tuvo la deferencia de informarme el cartel de marras, de una bonita “tarjeta recargable”, una especie de tarjeta de débito que alguien carga con un monto de dinero para poner a disposición, en este caso, de una. Proponía: “dásela a tus hijos o a quien quieras, la cargás con efectivo y la volvés a cargar las veces que necesites”. Y como verán en la foto, la que vuela loca de contenta, la que debe haber recibido esa bendición que le da tanta pero tanta libertad no es una persona cualquiera, sino una chica. Lo confieso: desde que la vi, presté atención a cada sucursal de este banco tan ingenioso y preocupado por las ataduras de la vida cotidiana, miré detenidamente cada uno de los afiches de la campaña, confiando cada vez en que ahora sí, ves, malpensada, no es lo que decís, iba a encontrar, no sé, la foto de un muchacho, un señor, un viejo, un varón en cualquiera de sus edades. Pero no. Claramente no: toda la campaña se basa en esa chica voladora. Perdón, en libertad, porque me parece que no lo había contado, pero el remate del argumento pro-tarjeta recargable es de lo más liberador que he leído en los últimos tiempos: “tranquilidad para vos, libertad para los demás”. Epa.
La pregunta del millón apareció solita, y antes de que apareciera el colectivo: ¿Quién le da esa plata? Y las réplicas le seguían: ¿Por qué? ¿Por qué necesita esta chica que alguien le habilite unos mangos en una tarjeta como quien extiende un poco la correa del perro que anda paseando para que se ilusione con que puede empezar a corretear por ahí a gusto? Aún más: asumiendo que esta chica no quedaba incluida en el grupo beneficiario de la tarjetita “tus hijos”, ¿es lícito interpretar que podemos computarla en el rubro “quien quieras”? ¿Es amor o es voluntad? ¿Es un pago a cuenta de trabajos realizados o se trata de un adelanto por servicios que serán prestados? La chica esa, ¿de qué se ríe?
Embarrada en medio de estas y otras apasionantes preguntas, casi por azar me cae un rayito de razón y entiendo que si hay algo que me molesta todavía más que esta publicidad en especial, es la fuerza con que estas cosas afirman la vigencia de ideas, figuras, manías, modos de entender la vida que una, en su burbuja, asume como antiguallas fuera de circulación. Por caso, el proveedor como figura deseable, como mecenas de vida de cuya buena voluntad puede depender nuestra libertad, siempre y cuando sepamos cómo transmitirle “tranquilidad”. La contrapartida es clara: donde hay un señor que se pone, hay una chica que recibe, y eso, aquí va el meollo, es la noción de libertad que todavía anda rondando las mentes bancarizadas de la publicidad. Si eso no es (re)institucionalizar con los gestos del eufemismo (porque decir “tirelé unos pesos” está bien, pero que sea en voz baja, que no se note demasiado), con gran pompa y con la excusa de una vida sin ataduras, la figura de la mujercita mantenida y alocada, que alguien me explique de qué se trata en realidad porque entendí todo mal. Como sea, si esto es lo visible en intervenciones que irrumpen en la vida pública, cómo pretender transformaciones en las políticas de la vida privada.
Será porque el de la felicidad es un universo de lo más escurridizo, que las mentes publicitarias tienen problemitas a la hora de ponerle imágenes. Vaya una a saber. Por lo pronto, y mientras tanto, gracias al mapa de la vida que esas ideas nos vienen trazando sabemos que estar disponibles todo el tiempo en todo lugar, aun en medio de la nada y en medio de la noche más oscura de nuestras almas, es una bendición que podemos agradecer a las compañías de teléfonos celulares. También estamos al corriente de que disfrutar, lo que se dice disfrutar a lo loco de la vida, es algo que cualquiera de nosotras puede hacer gracias a cosas sencillitas: un yogur bajas calorías que se hace pasar por lemon pie; un agua gasificada pero finamente y con sabores “livianos”, capaces de conectarnos con una arcadia natural (ejem) en la que el cuerpo era terreno exclusivo del placer inocente y sin consecuencias. No nos olvidemos de ese problemita que –mención recurrente en estas páginas, no lo vamos a negar– sólo parece afectar a las mujeres y se soluciona rápidamente con alguna capsulita laxante o reactivadora del sistema-no-sé-qué, y que de la noche a la mañana arranca sonrisas hasta a la más amargada de la cuadra. En líneas generales, y para no aburrir aquí con cosas que cualquiera puede aprender en una tanda de la tele, sabemos que: a) tener espacios de intimidad con la gente que tenemos al lado o mirar un poco la ciudad que atravesamos (a pie, en colectivo, como sea, mientras sea rápido y eficiente) es poco ambicionar si podemos gozar de los mensajitos de texto y las cámaras de fotos de los celulares; b) la disciplina empieza por el cuerpo y la noción de culpa nos empuja a seguir adelante, tan en la vanguardia moderna que hasta obviamos, ignoramos, rechazamos por poco estéticos los signos de que la vida, a veces nomás, se vive como una serie de experiencias a lo largo de un tiempo finito (no te arrugues, que no se te vea la edad, que no se nota que comés como una descosida para remediar quién sabe qué); c) el cuerpo, siempre el cuerpo es el problema, el síntoma, el lugar de anclaje que hay que neutralizar.
Y ahora, encima, tenemos que encontrar quién nos cargue la tarjetita de marras para tener un poco de libertad.
Que después me vengan a hablar de post feminismo.
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