Viernes, 23 de diciembre de 2005 | Hoy
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(deseos a contramano de las propagandas de gaseosas ¿o no tanto?)
Por Marta Dillon
Es difícil resistirse a la tentación melodramática, los diarios nos dicen cómo y a quién ayudar, las familias parecen postales en la tele, la gente se despide, de pronto se les da por abrazarse, por caer en la confesión fácil, por dar monedas en la calle, por acordarse saludarse como si fuera lo único que deseaban en la vida. Y una que tiene la lágrima fácil, qué vamos a hacer, se va reblandeciendo cual manteca al sol. Así que, por no ser menos, por no avergonzarme de mi ánimo de bolero (y cantado por la Chavela Vargas en alguno de sus shows de despedida), ahí van unos cuantos deseos nacidos de alguna noche de tormenta. Ya sé, de día se ven distintos, pero para desayunar siempre está el diario:
Abrazarte, muy fuerte, hasta que pierdas entre mis brazos la forma.
Barajar y dar el tiempo. Y pedir maldón. Y dar de nuevo.
Reírse, como en una publicidad de aperitivos, pero que esta vez el comercial venda nuestros gritos trepando en la noche como globos de papel y fuego.
Borrar las cuatro páginas de asesinatos y violaciones a que nos acostumbran los diarios. Soplar vida sobre los cuerpos y recuperarlos a su rutina de novios y colegios. Y que la gente vuelva a su casa porque tiene dónde volver. Y que Marita Verón golpee la puerta de la casa de su madre exactamente a las doce de la noche. Y que los casos policiales se escriban sólo en novelas.
Cerrar los ojos y darles una estocada a los malos recuerdos. Apilarlos después en un archivo al que se pueda consultar con afán científico pero sin nostalgia. Como quien busca colores y jamás olvida el negro.
Ya no pedir por el amor que nos deben. El amor jamás se debe.
Ganar la lotería y cerrar las viejas cuentas con generosidad.
Reconocer al fin que el amor se da distinto cada vez. Y nunca como se lo espera. Pero llega siempre a tiempo para que la vida sea más fácil.
Renunciar también al deseo, si es necesario. Dejarlo que se devore a sí mismo; por un rato. Que se queme en su fuego y ver la ceniza que decanta sobre la cara, oscureciendo también la mirada. Y que el cuerpo se queja con su gemido de perro. Y no atenderlo. Alguien ya lo hará y si no me congelaré como un arroyo de montaña, desbocado, corriendo ladera abajo.
Darle tiempo al calor para que haga su trabajo. Y que quien espera encuentre también su cauce sin dejarse arrasar por la corriente que nubla los sentidos.
Recoger los recuerdos como piedritas en el fondo de una canasta. Y devolverlas a la tierra, su custodia.
Rastrear en el aire la orden secreta que despierta al día. Y que una vez sea de noche en todos lados, que el tiempo que no pasa se almacene como una incógnita que husmee cada noche los rastros del día que se extravió. Y que ese día sea siempre el mismo y que podamos tomarlo como una clava que un malabarista lanzó tan alto que nunca termina de caer, un comodín para intercalarlo entre sus hermanos días. Una chance.
Caer de boca. Masticar la arena. Hacer globos con los pequeños granitos entre los dientes. Dejarlos ir sin quitar la cara de su molde, el que construye el viento que suelta la nariz, cada soplido más hondo, cada inspiración más estrecho.
Construir otra vez la casa de mis sensaciones. Dejarla erguirse con su propio impulso hasta el límite de mi arquitectura. Siempre más chata de lo que merece su violencia de magma empujándome a la noche. Curarme. Curarnos. Y ofrecernos de nuevo a la lenta corrupción del tiempo. Y a sus sorpresas.
Felicidades.
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