Viernes, 23 de diciembre de 2005 | Hoy
TALK SHOW
Por Moira Soto
No hay caso: por más que cada tanto se trate de aggiornarla, Cenicienta siempre vuelve por más sufrimientos, trabajos, penurias que le garanticen que va a ganarse el Cielo en la Tierra, esto es, que se va a casar con el príncipe rico que la va a apartar para siempre de esas tareas que harán otras cenicientas para ella... A fines de los ‘90, con zapatito diseñado por Ferragamo, Drew Barrymore leía a Tomás Moro y se preocupaba por los desposeídos en Por siempre Cenicienta; y en 2000, Mariana Fabbiani, en el teatro, tenía un plan B –cambiar a príncipe protocolar por zapatero despabilado– en Cenicienta, la historia continúa, por citar apenas dos de los cientos, miles de versiones de este cuento recopilado por los hermanos Grimm, cuyo origen se remontaría al Antiguo Egipto, aunque hay quienes lo ubican en la China del siglo IX.
El folletín, el radioteatro, la telenovela han apelado desde siempre al esquema básico, ideal para relatos por entregas, de la heroína que pasa por incontables contrariedades antes de merecer el reconocimiento total de sus méritos y la dicha final de emparejarse con el príncipe de turno. Por supuesto que todas estas cenicientas, a la vez que sortean escollos tremendos e injusticias aberrantes, están haciendo un camino de aprendizaje, de pasaje de un estado plebeyo a otro aristocrático, experimentando una metamorfosis que las pone a la altura de Su Alteza.
A comienzos de diciembre, a continuación de la frenética tira Amor en custodia (que concluye el próximo 29), se lanzó por Telefé una novela (escrita por Marcela Citterio y colaboradores), Se dice amor, que recicla el espíritu ceniciento en una Argentina supuestamente actual, donde todavía se habla de “alta sociedad”, los ricos son mayoría absoluta y el infante de marras es un as del polo que le disputa la chica pobre pero laburadora y honradísima a su propio padre, el rey, casualmente llamado Patricio. Mientras que al heredero lo bautizaron Bautista, nombre fashion entre niños de la farándula local.
Lorenza (Hilda Bernard en su elemento), la reina madre, tiene dos hijos, Patricio y la apocada Juana, solterísima, tres nietos (Bautista, y los primos Maggie y Rodrigo, que se entregan a “un amor prohibido”), una biznieta hija de Bautista y Florencia (Millie Stegman, recluida en la cárcel por turbios manejos de Patricio). En la mansión familiar conviven, conspiran, desayunan, comadrean, se recriminan la matriarca y su parentela, a la que se suma Cristina Alberó (carne de telenovela si las hay), cuñada y ex de Patricio con quien tuvo a un chico que vive en un asilo (para guardar las formas, claro), está infelizmente casada con el arribista Osvaldo Santoro, a su vez encariñado con Juana (muy bien Silvia Kutika). Elena (Mimí Ardú, exacta) es una suerte de ama de llaves factotum que habría querido casar a su malísima hija con Bautista. Ah, también tenemos quebrando muñeca al gay oficial de la tira, sobreactuado con simpatía por Marcelo Alfaro.
Dando vueltas por la zona cheta están Consuelo (Gigí Rúa), ex de Gerardo, ex de Octavio, ex de..., ahora en retozos preliminares con un pobre; el otro gran villano, Octavio (Gerardo Romano), médico dueño de una clínica que oculta uno de los tantos secretos familiares (la esposa de Patricio, que pasa por finada, está internada allí), y Duilio Marzio, un antiguo y frustrado amor de Lorenza que ha reaparecido.
Llegamos pues al territorio de los pobres, con casa puesta en un todo por $ 2, que hasta el martes pasado estaba habitada por: 1) Noel (Eugenia Tobal), la Ceni de esta historia, que atrae por igual al buen Bautista y al guachísimo Patricio; la rubia ya fue a un baile en la mansión y dejó olvidada una sandalia plateada (prestada) y ahora –por si no se entendió el paralelismo– hace limpieza por hora en la boutique de Maggie, la hermana tilinga de Bautista, y por cierto recibe lecciones gramaticales onda Pigmalión de don Patricio; 2) el Puma, albañil (Diego Olivera, sí, muy fuerte), hermano que trata de vigilar a la menor que ya ejerce; 3) Rosa, la hermanita avispada, de buen corazón pero un poco puta para que brille la santidad de la Buena, y 4) Gladys, la Madre (Alicia Zanca), que representa enfáticamente esa idea de que los pobres son vulgares, chillones, chabacanos, brutos. Ultimamente cayó en cana por un tema de drogas cuando estaba en la bailanta, quizás una confusión, y fue a parar a la mismísima cárcel donde vegeta Millie Stegman, miren qué democrático. También pertenecen a este sector social la guardiacárcel Mónica Villa y alguna que otra presa.
Ya disponen ustedes del árbol y el arbusto genealógicos de Se dice amor, una tira que ronda los 18 puntos y que al estar terminando las peripecias de Soledad Silveyra y Osvaldo Laport, se convertirá en una alternativa divertida para la hora de la siesta.
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