Viernes, 1 de septiembre de 2006 | Hoy
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Por Marta Dillon
Algo cambió radicalmente después de los enardecidos debates en torno de la suerte de las dos jóvenes discapacitadas que finalmente pudieron abortar y volver a ser quienes eran. Es como si se hubiera soltado un poco cierto corset sobre la palabra y el cuerpo de las mujeres que cada vez más pueden decir y hacer sin sentir el hielo de la soledad cercándolas, como si cada una que llega a tomar la decisión de abortar fuera la única. El aislamiento es –y ha sido– una manera efectiva de domesticar la rebeldía y aunque muchos y muchas elijan transitarlo, el costo es tan alto que se consigue silenciar la disidencia hasta el punto de hacerla invisible, de hacerla desaparecer, con todo el peso que esa palabra tiene en este territorio. Con la acción directa de las mujeres que se agrupan en torno de la Comisión por el aborto legal, seguro y gratuito, que acompañaron a la joven bonaerense, a quien las instituciones habían abandonado, a consumar su derecho a no seguir adelante con un embarazo forzado por una violación, en ese aislamiento que suele sentirse cuando finalmente se toma la decisión de abortar se abrió una grieta por la que se cuela una seguridad nueva: existe una red capaz de sostener a quien lo necesite en el momento límite. Me animaría a decir que existe una red de mujeres que saben que lo que se necesita en determinado momento es dejar de lado la contienda para hacer lo que hay que hacer y listo, aun cuando entre quienes adhieren a la campaña haya muchos nombres masculinos. Digo red de mujeres porque es a ellas a quienes se ve sosteniendo las pancartas frente al Ministerio de Salud, siempre con la misma lista de reclamos que bien podrían resumirse en una de las frases que se anotan en esas mismas pancartas: las mujeres deciden, el Estado garantiza. Y son mujeres las que vienen sosteniendo el tema y sumando voluntades, más allá del sexo o del género, para ampliar una voz que ya no es única ni timorata sino que se impone como un grito: tenemos derecho a decidir, los hijos y las hijas no pueden ser más un accidente biológico sino un tejido estrecho entre el deseo y la capacidad de gestar puestas al servicio de otro, que irá creciendo a nuestro amparo. Esas mujeres, esa red, tiene una existencia real y novedosa, pusieron las manos en el fuego y aun en la clandestinidad hicieron lo que tenían que hacer. Y eso cambia radicalmente el estado de cosas, porque no es lo mismo decidir contra viento y marea que hacerlo cuando se cuenta con otras que amparan, consuelan y por qué no, festejan.
¿Festejan? Sí, me hago cargo de esa palabra. Decidir siempre implica un duelo –en el caso de la maternidad y en cualquier otro caso–, ¿hace falta decir e insistir que un aborto es una situación en la que la vida y la muerte se rozan los dedos y que como tal es una decisión trágica? Parecería que sí, por todo lo que se ha escuchado y leído la semana pasada. Parecería que sin dolor no tenemos derecho y es más, que hay que poner el dolor por delante para que nos perdonen y nos entiendan y noseamos condenadas al aislamiento que merecen las insensibles. El dolor no se puede negar. ¿Pero no es también un derecho hablar y reivindicar el alivio que significa que un embarazo no se transforme en un hijo? ¿No es motivo de festejo que en ese mínimo margen que significa el propio cuerpo una se convierta en soberana? Hacen falta muchas otras variables para que el diseño que cada una inventa para su propia vida se transforme en una arquitectura concreta y palpable, pero al menos se podrá torcer el destino único que durante siglos significó la maternidad para las mujeres. Y todavía peor, la relación causa efecto entre el derecho a gozar y la maternidad como cárcel o como penitencia purificadora –¡si lo habré escuchado cuando tuve a mi hija siendo casi una niña!–. Todavía se puede escuchar en los consultorios, y lo que es peor, en las salas de parto, eso de “si te gustó cuando lo hiciste, ahora no te quejes”. El aborto, como el sida, aparecen como finales trágicos para el “pecado” de la sexualidad que se escapa de la norma. Y escaparse de la norma, todavía, es tan sencillo y tan común como correrle el cuerpo a la heterosexualidad y la pareja estable como mal menor para la revolución del cuerpo que significa sentirlo arder hasta creer que es posible morir o perderse en un mar de sensaciones. Por eso permítanme desconfiar de quienes reclaman protagonismo de los varones a la hora de decidir un aborto –algo que también se escuchó como eco la semana pasada–, porque está bueno que acompañen, sería maravilloso que estuvieran ahí para apoyar, pero sobre todo para respetar una decisión que es de la mujer y únicamente de la mujer. Porque suya es la capacidad de gestar y suya la de decidir no hacerlo.
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