Viernes, 18 de marzo de 2005 | Hoy
TALK SHOW
(Sobre el futuro estreno de La trama de la vida, de Leonor Faucher, y la marca indeleble que dejan en sus films ciertas realizadoras)
Hace unos pocos años, un cuadernillo hecho para presentar en la Lugones un ciclo de cineastas españolas de los ‘90, llevaba un título –Mujeres Realizadoras– imitando el petit-point de aquellos cuadros y carpetitas de antaño y, para que no quedaran dudas, había una aguja enhebrada antes de la primera letra. Probablemente ese diseño aludía a una labor considerada femenina por generaciones, a aquello de “coser y callar” (o, a lo sumo, cantar), y no a la costura, el bordado como una metáfora del cine, de todo ese trabajo invisible para el público que realiza el equipo técnico y que a su vez tanto tiene que ver con el corte, la confección, el montaje, las pruebas, la terminación... Eléonore Faucher, directora del futuro estreno La trama de la vida, establece esa relación a través de una película que, más que seguro, los críticos –los que escriben en los diarios son mayoría casi absoluta de varones– tildarán de “obra femenina” (aunque quizá no falte aquel que aclare que el arte no tiene sexo... A propósito, ¿la crítica sí lo tiene?). Ciertamente, si esta película, que en el original se llama Bordadoras, lleva la marca del género de su hacedora, no será porque tiene de personaje principal a una chica embarazada que desarrolla un vínculo afectuoso con otra mujer ni, menos todavía, porque ambas se dedican al bordado.
Lo específico de mujer, dicho sea en forma condicional y sin certidumbres palmarias, podría encontrarse en todo caso en la forma fragmentaria, elíptica, y en el enfoque sensorial de este poético film que merece ser valorado por sí mismo y no en relación con lo que se define (y aprecia) como masculino. Es verdad que el hilo conductor del relato es el crecimiento de una amistad entre dos mujeres muy diferentes (estupendas Lola Naymark y Ariane Ascaride, en la foto), incluso en la edad, tema bastante visto en el cine hecho por mujeres y hombres. Pero lo que aquí singulariza ese acercamiento es que, para la joven Claire, representa una nueva relación consigo misma, con su oficio, con su propio cuerpo. Claire, que ya antes de conocer a la señora Milikian amaba bordar, llegará a sentirse orgullosa de su obra, de esa especialidad que no le fue impuesta cuando niña como labor femenina sino que ella eligió por pura afición.
Sin duda, los bordados de Claire –hechos a mano y a máquina– entroncan en una herencia cultural matrilineal (incluso lo que aprende con la señora M). Siglos de experiencia y decantación de ciertas artes (coser, bordar, tejer, decorar, hacer jardines) cuya producción no fue nunca a parar a los museos hasta el siglo XX, en que creadoras como Sonia Delauney (que, además de hacer maravillosos diseños de telas y prendas, podía bordar versos de sus poetas favoritos en algún corsage) o más cerca Olga de Amaral, Nora Aslan y varias otras lograron que sus tapices y textiles fueran reconocidos como obras de arte. Desde luego, no todas las realizaciones domésticas de las mujeres a través del tiempo alcanzaron ese rango, pero debido a su carácter funcional, esas piezas hechas en privado, para consumo interno, fueron desestimadas a priori. Y si hubo artistas valiosas, quedaron en el anonimato.
En La campana de cristal, Sylvia Plath habla de la alfombra que ve hacer a un ama de casa con trozos de lana de prendas en desuso de su marido; la escritora aprecia la combinación sutil de azules, verdes, marrones. Pero la mujer no la cuelga de la pared “como yo lo hubiera hecho”, dice Plath. “La puso en el suelo de la cocina y al poco tiempo estaba sucia y opaca...” Claire, la protagonista de La trama de la vida, usa para dar forma a sus filigranas brillos de lentejuelas y canutillos, pero también material de descarte como los pedacitos de piel de conejo. En algún punto, lo suyo se emparienta con las colchas de retazos que confeccionaban y bordaban las mujeres de Amores que nunca se olvidan (How to Make an American Quilt, 1995), retroalimentando una tradición que abarcaba las labores de las esclavas negras del siglo XIX. Al igual que La trama..., este film estaba escrito y dirigido por mujeres.
Claire borda en casa de su empleadora (y cada vez más amiga) una constelación de curvas y rectas que destellan siguiendo un diseño previo, y paralelamente en su casa crea un chal precioso para esa mujer de duelo, algo distante, que descubre el secreto de la adolescente (ese embarazo no buscado) y le levanta la autoestima en esta película que sí, evidentemente, tiene huellas dactilares de mujer, rebosa de estímulos táctiles, visuales, acústicos. Que habla con derecho propio de experiencias específicas y únicas de la mujer.
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