Viernes, 14 de octubre de 2005 | Hoy
TALK SHOW
Por Moira Soto
Otras mujeres de Lorca, además de la Novia de Bodas de sangre y la casada estéril de Yerma, podrían estar en Fragmentos de amores desesperados, el espectáculo teatral musical creado por Miguel Wharen y magníficamente actuado por la cantante y actriz española Montse Ruano. Otras mujeres como Rosita, la soltera dejada por el novio que no cumple la promesa de volver; Mariana, la bordadora de la bandera con la leyenda subversiva, que confía vanamente en que Don Pedro vendrá como un San Jorge para salvarla del cadalso o morir a su vera; Adela, la hija más rebelde de Bernarda Alba que haría cualquier cosa “para apagarme este fuego que tengo levantado por piernas y boca”, enamorada de Pepe el Romano –novio por una cuestión de interés de su hermana mayor, a la que le corresponde la dote–, capaz de salir a buscar lo que considera suyo. Pero también está la otra hermana, Martirio, la contrahecha, a la que el pecho se le rompe “como una granada de amargura”, que igualmente quiere a Pepe y está celosa de Adela. “Dichosa ella mil veces que lo ha podido tener”, dice Martirio con voz de epitafio después de que Adela se ahorca al creer muerto al mozo.
Protagonistas indiscutibles de su producción teatral, las mujeres de Federico García Lorca, en una amplia gama de personajes, ponen de manifiesto el interés y la sincera preocupación del poeta por la condición femenina en una sociedad patriarcal, clerical, hipócrita, donde algunas de ellas se convierten en brazos ejecutores del orden ancestral establecido. Y otras en víctimas propiciatorias por sometimiento (Rosita), por puro e ingenuo romanticismo (Mariana), por insumisión (la Novia, Adela). Vale remarcar que el temprano (1925) romance popular Mariana Pineda remite a los ‘30 del siglo XIX y a la conspiración de los liberales perseguidos por la reacción absolutista, mientras que Doña Rosita la soltera (1935) es un “poema granadino del 900”, y las tragedias rurales Bodas de sangre (1933), Yerma (1934) y La casa de Bernarda Alba (1935) hablan de la sujeción de las mujeres en la España profunda, en época de Lorca. Es decir, cuando en algunas ciudades ya había estallado la breve primavera republicana que dio lugar al florecer de mujeres libres, activas, profesionales, políticas, valientes milicianas. Sabido es que Federico apoyó la República y que dirigió el teatro itinerante La Barraca en el que participaron varias actrices (y donde nunca permitió que se representaran obras propias), actitudes que –probablemente sumadas a su condición de homosexual– le costaron la vida, a los 38, un aciago 19 de agosto de 1936.
Las madres lorquianas suelen encarnar la cultura machista dominante, la defensa de la honra (que en las mujeres refiere a la virginidad si son solteras, y a la castidad y fidelidad, si casadas), mientras que las hijas –o nueras– viven una libertad condicional, vigiladas, amonestadas, sometidas a bodas concertadas. La Novia y Yerma se casan por deber, hasta donde pueden, hacen buena letra. Pero una está locamente enamorada de un casado, Leonardo, y la otra, si bien se entrega a su esposo Juan en pos de hijos, no siente con él aquel temblor que la asaltó cuando Víctor la levantó en brazos, a los 14, para cruzar una acequia.
En Fragmentos de amores desesperados, apelando a ritmos españoles y del folklore latinoamericano interpretados por excelentes músicos, y sin dejar de lado los recitados, Wahren hizo una síntesis de momentos culminantes de Bodas... y de Yerma, obras protagonizadas por dos mujeres inconformistas que tienen gestos de insubordinación (la Novia sigue su deseo, escapa la noche de bodas con su verdadero amor; Yerma desobedece a su marido, escapa al control de sus cuñadas, se arriesga a visitar a la curandera para quedar embarazada), pero que finalmente se rinden ante la famosa honra: la Novia, después de haberse subido al caballo de Leonardo (y de haberle prometido: “Yo dormiré a tus pies/ para guardar lo que sueñes./ Desnuda, mirando el campo,/ como si fuera una perra./ ¡porque eso soy yo!/ Que te miro y tu hermosura me quema”), con el traje ensangrentado luego de que Leonardo y el Novio se matan, se esmera en defender su “limpieza” (“ningún hombre se ha mirado en la blancura de mis pechos”). Y Yerma, cuyo deseo ferviente es tener hijos y formula quejas de avanzada (“ay, si pudiera los tendría yo sola”), cuando la vieja de los conjuros, transgresora celestinesca, le ofrece a su hijo dispuesto a quererla y fecundarla, en vez de dar otras razones (que no lo ama, por ejemplo) agita rápidamente la bandera de la honra. Tanta honra, por cierto, y tanta insatisfacción (“quiero beber agua y no hay vaso ni agua, quiero subir al monte y no tengo pies...”), tanta energía sofocada la llevan a estrangular a ese marido impuesto, por un lado obvio en su machismo autoritario y muy preocupado por el qué dirán. Y por el otro, misteriosamente remiso a tener hijos.
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