Viernes, 2 de diciembre de 2005 | Hoy
TALK SHOW
Por Moira Soto
Acaso el capítulo más transgresor de Mujeres asesinas, hasta el momento, sea el que menos responde al título de la exitosa serie de los martes a las 23, por Canal 13. Asimismo, se trata de una entrega que no apeló a escenas de tortura ni de otras violencias, tampoco mostró abusos sexuales y menos que menos fogosos encuentros pasionales. Por otra parte, la venganza no fue el motor de una muerte provocada.
El episodio visto esta semana –”Ofelia, enamorada”– estuvo protagonizado por una pareja
armoniosa de más de 60, cuya feliz convivencia se nubla por la enfermedad del marido: un cáncer de pulmón que, en la primera época, cuando todavía hay esperanzas por parte de ambos, es sobrellevado con entereza, solidaridad y humor. Hasta que ella, frente a nuevos estudios y a las palabras pesimistas del médico, comprende que a Ricardo sólo le queda una etapa de sufrimiento y degradación crecientes, y entonces decide evitarle esos padecimientos inconducentes. En cumplimiento de un pacto que se sugiere implícito, Ofelia recurre a la eutanasia activa de manera brutal, radical. Claramente, por compasión y autocompasión.
Ella podría haberle dado a su marido una sobredosis de sedantes, por ejemplo, o haber intentado un método más suave, más sosegado, pero probablemente prefirió no correr el riesgo de fallar. Si Ofelia hubiese sido ciudadana holandesa en tiempos actuales, podría haber apelado a la ley que rige desde 2000, denominada de “prueba de terminación de la vida y ayuda al suicidio” (que permite al médico asistir al paciente que lo pide, si sufre de manera insoportable y carece de perspectivas de vivir). Pero en la Argentina y con la idea de un viaje penoso a Buenos Aires y de una agonía intolerable en el hospital, Ofelia opta por dispararle un balazo en la cabeza a Ricardo, después de dormirlo con un tranquilizante.
Daniel Barone dirigió con pudorosa contención y a la vez entrañable proximidad esta historia de un amor que desafió el tiempo –41 años juntos– y le hizo frente hasta un punto a la enfermedad. Aunque el guión aplica por momentos ciertos rebuscamientos de lenguaje para referirse a la locura (inverosímiles en una mujer sencilla como Ofelia) y algunos evitables lugares comunes, tanto la realización como la hondura sin alardes de las actuaciones de Leonor Manso y Hugo Arana, remontan la calidad de este capítulo que se permite el atrevimiento de plantear indirectamente la cuestión de la eutanasia con un inquietante telón de fondo: mientras que Ofelia y Ricardo alargan la ceremonia de la despedida (“todavía no, un ratito más”, le pide él con mirada intencionada cuando ella le alcanza la pastilla), los vecinos están haciendo por la calle una cadena de vanos rezos, repitiendo interminablemente el Ave María. “Sabía que lo que iba a venir sería espantoso”, dice ella después. “Quería protegerlo, por eso lo mate. Pensé que yo también me iba a morir.” A Ofelia le dieron 12 años, ahora está en libertad y según esta adaptación televisiva, más allá de los diagnósticos ampulosos de los psicólogos que cita, ella sigue creyendo que hizo lo mejor para él.
De manera que “Ofelia, enamorada” se sale del esquema más o menos habitual de la serie Mujeres asesinas al contar una historia de gente mayor que se quiere y que sobrelleva una prueba dolorosa hasta que –ante el mal que avanza sin remisión– decide dimitir cuando todavía hay dignidad. En lugar de aferrarse a la vida como un valor absoluto –en el característico estilo de los provida–, Ofelia y Ricardo prefieren preservar la calidad de vida, que sin duda se va a desbaratar estérilmente si se realiza el tratamiento agresivo que propone el médico.
Ciertamente, lo mejor de este capítulo que en ningún momento intenta traficar con lágrimas fáciles, se aprecia en los pequeños gestos de la vida cotidiana de ese matrimonio que tiene una verdulería y vive entre el verde, cerca del río que oxigena la opresión de los últimos tramos, cuando él ya casi no se puede mover, o que le aporta discreto refugio a ella para que se largue a llorar a solas cuando conoce el diagnóstico fatal. Sin embargo, con un lirismo delicado que rara vez se ve en la ficción televisiva actual, Daniel Barone les da a Ofelia y a Ricardo la oportunidad de bailarse un bolero, el ultimo bolero. Y a él, en una instancia tan dramática como la del adiós definitivo, lo pone en situación de robarle un beso a ella, con ese viejo chiste en el que su mujer siempre cae. O se hace.
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