GABRIELA MEDINA, DE PALERMO VIEJO
“No imagino mi vida sin la asamblea”
Me vienen imágenes de nuestra primera marcha. Laura con su melenita empapada, Paola tiritando con su vestido beige, Susana agobiada por el peso del agua que había juntado su remera de hilo, Kelly debajo de un techo a dos aguas que le cedía un vecino, Tita que se unía por primera vez al vernos pasar. Estábamos eufóricas, no nos importaba nada, y seguíamos gritando debajo de la lluvia. Apenas si sabíamos nuestros nombres. Nunca me había pasado algo así.” Gabriela Medina, de 41 años, no había militado nunca en su vida, en nada, más que en el rigor de las tareas domésticas y la crianza de sus tres hijos. El primer acontecimiento que logró arrancarla de la tabla de planchar y sus libros de artes visuales fue la liberación de Carlos Menem, con el fallo de la Corte Suprema. Sentía que se le prendía fuego por dentro de la rabia, y se puso a armar un cartel con una caricatura de Menem vestido de preso y una advertencia: “Cuidado, anda suelto”. “Tenía necesidad de salir a la calle a protestar, así que a la primera convocatoria que hubo de algunos partidos al Congreso, un viernes, ahí fuimos con Jorge, mi esposo. Seguimos yendo los viernes siguientes y nos quedábamos casi solos sentados en el cordón de la vereda con nuestra pancarta. Pero después como una sucesión natural de las cosas vinieron los cacerolazos, que fueron un gran desahogo”, relata.
Hasta entonces a Gabriela la política le había parecido algo ajeno. “Estaba cómoda así, y eso que mi viejo estuvo preso durante la dictadura”, acota. “Pero de pronto sentí una necesidad imperiosa de hacer algo. Yo misma me encargué de imprimir 600 volantes convocando a los vecinos para armar una asamblea en el barrio, Palermo Viejo”, se enorgullece. En pocos días su rutina se transformó completamente. Su casa, un primer piso con cortinas de crochet en la calle Humboldt, se convirtió en sede de reuniones de comisión de la asamblea donde entraba y salía gente que jamás había visto antes. Ella estaba en cada corte de calles, escrache, marcha o lo que fuera que tuviera que ver con reclamar contra el sistema que, “entre muchas otras injusticias, liquidó la farmacia que tenía mi viejo”. “Hoy por lo menos cinco de los siete días de la semana me dedico a la asamblea. Fue una forma de salir de mi casa. Al comienzo generó encontronazos familiares, pero terminamos repartiéndonos tareas”, aclara. Integra la comisión de prensa de la asamblea y la de artesanos, que coordina una feria que se hace los fines de semana en un predio que recuperaron los vecinos para hacer ahí sus actividades. “En todo este tiempo hice muchos amigos nuevos, y noto que los vínculos en general se volvieron más solidarios. Ya no imagino mi vida sin la asamblea".