En el año ‘57 yo estaba en Europa recién casada y decidimos con mi marido de ese entonces volver a la Argentina. El tomó un avión porque estaba apurado y yo me vine en un carguero noruego, para hacer economía. Este barco tenía nada más que cuatro pasajeros: María Elena, Leda Valladares, una señora grande que era niñera y yo. Fueron 24 días para cruzar el océano desde Inglaterra a Buenos Aires. Ellas se ganaban la vida cantando en distintos boliches y ese viaje fue muy interesante. Al estar tanto tiempo aisladas, con personas que no están en relación con el mundo, el tiempo se transforma en una especie de gelatina (no sabíamos qué hora era ni qué día). Tampoco había comodidades. No pasaba nada.

La única cosa que pasaba era la relación entre nosotras. Estas dos mujeres tenían dos años más que yo, es decir que éramos de la misma generación, pero ellas habían tenido más vida, más mundo, más literatura. Yo era todavía un poco inocente. Y me introdujeron a Simone de Beauvoir y a Sartre durante el viaje. De manera que para mí fue una apertura a un mundo que no conocía. Ellas llevaban sus libros y me contaban estas ideas nuevas sobre el rol de la mujer, sobre la familia y el matrimonio.

Yo no venía de una familia tradicional, porque mi madre había vivido sola en París cuando era joven, pintaba y se ganaba la vida con sus obras, así que yo no era conservadora, pero recibir de la boca de mujeres de mi generación estas ideas me cambió la vida.

Siempre me gustó de María Elena su falta de pomposidad, ese sentido del humor tan poco solemne. María Elena fue una mujer que vivió como quiso. Mucho antes de que se empezara a hablar de feminismo, tenía su pareja mujer, se bancaba su vida y ganaba su dinero. Con los años, no nos vimos muy a menudo, pero nos quedó esa sensación que una tiene con las amistades muy fuertes y muy antiguas, que pueden pasar años y parece como si no hubiera pasado el tiempo.