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Conocí a Elsa Bornemann de la mejor manera que se puede conocer a un escritor: leyéndolo. El libro era Disparatario (de Ediciones Orión, si mal no recuerdo) y yo no era una niña que lo disfrutaba sino una joven estudiante de Letras que se proponía escribir cuentos para chicos algún día. Poco y nada sabía entonces del ¿género? Hasta ese momento en que leí a Bornemann (hablo de más de treinta años atrás) después de María Elena Walsh no me había cruzado con ningún autor argentino de literatura infantil que me interesara tanto. No digo que no existiera pero yo lo desconocía. Disparatario era osadía pura, lenguaje en su salsa, anomalía literaria para celebrar.

Recién durante la democracia me enteré del decreto militar que –durante el Proceso– había prohibido Un elefante ocupa mucho espacio con el argumento de que el libro tenía: “...la finalidad de adoctrinamiento que resulta preparatoria a la tarea de captación ideológica del accionar subversivo...”, y de cuyo análisis “...surge una posición que agravia a la moral, a la Iglesia, a la familia, al ser humano y a la sociedad...”.

Y más allá de la bronca que me produjo esta otra atrocidad cometida por la dictadura, debo confesar que sentí una cierta satisfacción (aunque amarga) al comprobar que por algún motivo los textos de la autora que tanto me había gustado fueran no gratos para los ideales de la Junta.

Esa fue Elsa para mí. No la leí de chica (porque no era mucho más grande que yo) y tampoco mi inserción en el ámbito de la literatura infantil nos cruzó demasiado.

Me la presentaron una vez en la Feria del Libro (cuando todavía funcionaba en el Centro Municipal de Exposiciones) y aunque en mi caso recién empezaba a publicar, me trató como a una colega. Su cara era igual a la de las fotos: angelical. Y cierto gesto de melancolía indeleble, también.