Viernes, 18 de octubre de 2013 | Hoy
Por Luciana Peker
Ya no doy la teta, cambio pañales, ni hago upa. Pero la maternidad sigue siendo una montaña rusa en la que grito de vértigo, me divierto como loca, a veces me quiero bajar y fundamentalmente me hacen vivir la vida desde un abismo: cuidar a otros. Ser la responsable de sus vidas. ¡Ay!, de sólo escribirlo me asusto y de vivirlo me acobardo.
Ahora se le saca un velo a la maternidad. Pero todo termina en una edad en la que la escuela empieza a mandar tarea, la casa se te llena de pijamas party en donde te sentís el Sargento García que juraste que nunca ibas a ser (y que aparece con los cuatro amigos de tu hijo tirándose de cabeza al piso), la pediatra te manda a sumar actividades deportivas y vos terminás siendo una extensión de la tarjeta Sube con mochilas incorporadas, los piojos se te suben a la cabeza (y nadie diga que tiene una fórmula para exterminarlos), te convertís en una activista de la feria del plato (aunque otras madres te reten porque tu falta de cocción en la cocina te haga cortar en porciones siempre asimétricas el budín que, como una odisea, llevaste para la ocasión) y una lista interminable de preocupaciones, actividades y preguntas.
Por empezar: ¿cómo hago para estar con ellos? Las caricias –que igual defiendo a capa y espada– ya no son ese contacto diario de cuando eran bebés. La verdad –esto es tan singular como la maternidad– a mí el primer puerperio me encontró chocha con ese adosamiento de mimos que implicaba y con una valentía inusitada a fuerza de salir adelante también contra viento y mareas, muertes y desamparos, clavados como estacas –ya sé que le pueden pasar a otras, pero me pasaron a mí y a mí me costaron y cuestan saltearlos como vallas– y todavía siento el desamparo de la maternidad en singular como una puerta infinita donde se me junta el temblor y la garra.
Ayer, ayer nomás, mi hija empezó con un dolorcito de cabeza y terminó a las doce de la noche, la noche que se vuelve trágica por la falta de lugares a donde acudir por respuestas, con un dolor a la altura del apéndice, y yo me vi acorralada por las preguntas, las dudas, y paralizada por la posibilidad de una apendicitis que quedó descartada finalmente. Ella ya está bien. Yo no. El temblor retumba como el miedo a cuidarla. Pero especialmente a no fallarle.
Mi hijo Benito tiene 11 años y mi hija Uma tiene 7. Ya son grandes, pero son tan pequeños, están en esa edad intermedia, que me interpela más que nunca. Yo lo nombro el segundo puerperio. Les confieso eso: me da miedo. Les confieso eso: les pido disculpas por no ser mejor mamá de lo que quisiera, de lo que hubiera querido, de lo que ellos se merecen. Mis hijos son lo más. Lo que da miedo es la maternidad. Justamente porque es un examen que no se acaba nunca. Ojalá que algunas de las cosas que empiezan a pasar con el parto y los bebés chiquitos –la solidaridad, el acompañamiento, la sinceridad, la comprensión, la escritura y la risa para ir entendiéndonos– también acompañen el crecimiento de las madres.
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