Lunes, 26 de junio de 2006 | Hoy
FúTBOL
Por Juan Sasturain
Desde la casa
Viéndolos a Gio y a Deco conversar serenamente en el banco de los suplentes durante los últimos minutos del peleadísimo partido entre Portugal y Holanda, la sensación fue de sorpresa. Expulsados ambos por el árbitro ruso durante el segundo tiempo, quién sabe qué comentaban. No discutían, seguro. Lo raro, por si algún despistado no lo sabe, es que Gio es jugador de Holanda y Deco de Portugal, pero sin embargo eligieron los asientos tangentes de ambos bancos para sentarse y compartir impresiones y desaliento por sus destinos respectivos. O para putear al ruso, lo más probable.
Que dos rivales pudiesen charlar entre sí incluso antes de que terminase un partido tan caliente como el de ayer, en el que se jugaba tanto, es tan raro como saludable. Lo curioso es que –hilando un poco fino– acaso resulte más lógico que hablasen entre sí y no con sus connacionales: Deco y Gio juegan en el Barcelona, comparten desde hace tiempo diez meses al año la concentración y la camiseta blaugrana, y esta temporada y la pasada han ganado todo con los catalanes. El Barcelona no sólo es el mejor equipo del mundo –y, por lo que se vio ayer, ninguna de las dos buenas selecciones nacionales que integran ambos, de ocasión, son superiores al conjunto en el que juegan siempre– sino que es, probablemente, su lugar de referencia y pertenencia actual más constante y verdadero. Seguro que están más cerca de algunos de sus compañeros de vestuario que de sus imperativos conciudadanos de himno. No sé exactamente el caso de Gio, pero Deco –que es brasileño de origen y cambió de nacionalidad cuando jugaba en Portugal– no creo que tenga dudas al respecto.
Y está bien (o es lógico) que así sea. Que conste. Son “las condiciones de la época” de las que hablaba Joaquín Gianuzzi. Somos lo que hacemos todos los días, lo que elegimos, no sólo lo que la realidad previa o la convención nos elige sin consultar. Y es evidente, poniéndolo en negro sobre blanco –como se dice ahora– que se pueden contratar, travestir, transnacionalizar jugadores, hacerlos “representar a” sin ser lo que representan. Claro que siempre es más difícil hacerlo con los hinchas. Pero mejor no avanzar en ese sentido, el de la identidad nacional y sus equívocos, que es un tema grosso para volver sino en algo más liviano y/o anterior: la evidencia (indemostrable en la práctica) de que muy pocas selecciones nacionales son superiores a los mejores equipos del mundo. Quiero decir: ¿cuál selección de éstas, las del Mundial, le gana, en un campeonato o desafío de partido y revancha, al Barcelona, al Chelsea, al Juventus o al Arsenal? Muy pocas. Porque las verdaderas selecciones (antologías universales de talento) son los equipos líderes de las grandes ligas.
Es decir: el fútbol, en esta etapa de hiperdesarrollo capitalista-mediático, hace que sus mejores jugadores, como sucede con los tenistas, los cantantes de ópera, los bailarines clásicos, ni hablar de pilotos de Fórmula Uno y –sobre todo– de los basquetbolistas, modelo terminado, pertenezcan sólo en segunda instancia a su país, su cultura de origen. Son de quien les paga o –menos duro– los contrata. Y quien lo hace es el Espectáculo montado por la FIFA, dueña del negocio. Son actores. Cada vez más, en el Mundial, como en la Champions, y sobre todo en la emblemática, modélica NBA yanqui, la sensación y el sentimiento de pertenencia y participación afectiva es una cuestión –sobre todo– de la audiencia. De los que no jugamos, bah.
Es así: “El hincha... El hincha es el alma del club”, como dijo de una vez para siempre Discépolo. Y está bien.
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