Lunes, 26 de junio de 2006 | Hoy
FúTBOL
Por J. J. P.
La estación de trenes de Leipzig, la más grande de toda Europa, se había convertido en el mayor dormitorio del mundo en la madrugada del domingo, poco después de finalizada la obra dramática en cuatro actos de Argentina-México. En los bancos, en el piso, sobre las escaleras, en cualquier metro cuadrado libre descansaban los restos de cientos de mexicanos y decenas de argentinos. A los nuestros se los podía reconocer porque iban de celeste y blanco y porque sus rostros denunciaban que estaban soñando con Berlín; a los mexicanos, porque iban de verde y seguro que soñaban con el smog del Distrito que los recogería bien pronto. De Leipzig salían a distintos horarios trenes en todas las direcciones. El nuestro, el que nos llevaría a Nuremberg, tenía prevista la partida para las 3.37. Salió casi a horario. Era un semirrápido con una docena de vagones, por lo menos. Subieron, sin exagerar, unos ciento cincuenta mil millones de mexicanos. Milagrosamente conseguimos un lugar. En un vagón cercano se desparramaron los familiares de Rodrigo Palacio, con quienes habíamos viajado a Praga unos días atrás. El padre, la madre, las dos hermanas, el simpático hermanito Gonzalo, eximio jugador de chancho y chinchón, y unos amigos estaban tan cansados como felices. Ellos tienen su punto de residencia en Fürth, a mitad de camino entre Nuremberg y Herzogenaurach. Contaron que habían hecho las valijas por las dudas, ya que en caso de una derrota tenían un vuelo de vuelta el mismo domingo y celebraban que lo primero que iba a hacer a su regreso era colgar cada pilcha en su lugar, en los roperos del hotel.
Los asientos que habíamos conseguido en el tren no resultaron ser los mejores. Enfrente nuestro iban sentados un señor muy parecido a Borgetti y su hija, una mezcla de Frida Kahlo y el profesor Jirafales. La niña, de no más de 15 años y no menos de un metro ochenta se movía de un lado a otro fastidiosa hasta que se quedó dormida, lo cual resultó mucho más grave porque desde el mismo momento en que logró conciliar el sueño empezó a pegarle patadas a Greco, que estaba más cerca. Para colmo, jugaba con zapatos de tacones altos. En el pasillo que separaba nuestro vagón de la locomotora iban dos mexicanos abrumados, medio por la derrota y medio por la cerveza que habían consumido. Comentaban el partido en todos su detalles. Tan enfrascados estaban en la conversación que no se daban cuenta de que ante cada movimiento la puerta automática se abría y se cerraba. Una, dos, cincuenta veces en todo el trayecto. Como Homero en un extraordinario capítulo de “Los Simpson” que jugaba en la cama del sanatorio (“cama arriba, cama abajo”), los tipos jugaban a puerta abierta, puerta cerrada. Y como los cierres eran violentos, Frida Jirafales se sobresaltaba y Greco la ligaba una y otra vez. Dice que para el próximo viaje se va a comprar canilleras.
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