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Lunes, 24 de marzo de 2003

FúTBOL

¿Qué retiro? ¿La estación?

Por Ricardo Plazaola

El regreso de Fernando Redondo a la cancha es noticia porque se trata de un jugador especial, de un ejemplar que no aparece todos los días. Pero es también noticia porque estuvo más de dos años parado, de médico en médico y de duda en duda.
Redondo tiene 33 años, y seguramente cuando se lesionó ya estaba tan “salvado” como ahora. Incluso, cuando avanzaba su lesión, y dado que era un recién llegado al Milan, ofreció al club no cobrar su sueldo hasta que no volviera a jugar.
Tranquilo como estaba, a los 31 años y en edad de retirarse, Fernando prefirió seguir haciendo todo para volver. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué no se limitó a jugar en la quinta con los amigos? Por esa irresistible pasión que lleva a los hombres a las mejores acciones (y también a las peores), por esa tormentosa pulsión hacia algo más, esa que nos mueve a vencer y a vencernos.
¿Por qué Germán Burgos no deja el fútbol para cuidar su vida, con su riñón en riesgo? El es otro ejemplo de jugador grande, con gloria suficiente en la baulera y cuenta corriente para tirar varios inviernos. Sin embargo, el Mono vuelve a jugar, vuelve a cantar, y no podría hacer otra cosa.
¿Por qué lo hacen? Porque les hace bien, porque en ellos es un signo más de salud, en el sentido más exacto de la palabra. Porque de otro modo la vida se les complica en otros sentidos, y porque quieren el desafío. Saben que finalmente pierden, pero habrán perdido peleando.
No es por dinero que lo hacen. Los deportistas no compiten por dinero, lo hacen por ganar, por vencer, incluso aquellos otros jugadores que van al casino a rezarle a San Croupier para que les tire la tercera docena.
Como Burgos o Redondo, los tipos de acá a la vuelta –los muchachos del barrio, los conocidos de siempre– juegan para seguir jugando, como lo hacen los millones que en todo el orbe se encuentran para un picado los sábados a la tarde (es decir, un partido que puede ser de fútbol, básquet, tenis, tejo, bochas o truco).
Es el caso de Carlitos F. y su amigo el Nene. Carlitos ya pasó los 50 y todavía quiere. Desde pibe fue sordo de la oreja derecha, de modo que siempre prefirió ese andarivel para escuchar con la izquierda los gritos de la cancha. A él ni la tribuna ni el director técnico –si alguna vez sus desangelados equipos los tuvieron– le importaron nunca nada cuando los ubicaba a su diestra, es decir, donde su oído está clausurado, y menos cuando los tenía a su izquierda pero bien lejos, del otro lado de la cancha.
Carlitos F. hizo todos los tratamientos posibles, pero siempre sin éxito. El quería desatarse de la raya derecha, quería dejar de ser el eterno ocho carrilero y picar alguna vez en diagonal, pero siguió sordo de la oreja derecha y los fonoaudiólogos sólo lograron, extrañamente, que Carlitos F. se dedicara a cantar. Carlitos F. ahora ya no pica como antes, se limita a ser un defensor habilidoso, y los amigos le dicen “cuatro B”, por Beethoven.
Otro caso es precisamente un amigo de Carlitos F., el Nene, que nació con los callos, caminó siempre sobre ellos, y sobre ellos trotó. Correr, nunca: él decía que los que no saben nada corren y los que saben hacen correr la pelota. En realidad, el Nene no corría porque podía perder el equilibrio, ahí parado sobre sus callos, sobre todo en los potreros de piso duro y piedra suelta.
Guillermo Willy Calisto, periodista especializado en economía pero amante de los deportes, fue jefe de su sección en el desaparecido diario Tiempo Argentino. Willy se hacía notar, primero, porque había nacido con un brazo malformado, que sólo podía utilizar para apretar algo contra la axila, y luego por su cara de buen tipo. En los torneos internos del diario, Willy jugaba al fútbol... como arquero. Cuando le pateaban hacia su lado bueno, se tiraba sin problemas. Cuando le pateaban hacia su lado”malo”, se tiraba con la mano cambiada. Como el torneo se jugaba en cancha de papi, con arco chico, a Willy le bastaba con eso, con un cuerpo de tamaño suficiente como para “achicar” el arco, y sobre todo con una garra –una sola– impresionante.
En el club Daom de Flores uno de los jugadores de tenis es sordo del todo. El tipo, ya grande, juega dobles. Juega bien y mal, como el resto, pero tiene la ventaja de que no escucha las puteadas de los rivales ni las del compañero de turno y cuando canta “mala” no escucha ningún reclamo, de modo que para él esa pelota queda “mala”. Tampoco escucha, por supuesto, cuando alguien le ruega que se retire.
El sordo de Daom, el semisordo Carlitos F., el Nene Callorda y el increíble Willie son la versión común y corriente de Redondo, de Burgos, de aquel Victorio Casa de San Lorenzo que perdió un brazo porque un soldado le vio cara de terrorista.

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