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Lunes, 22 de diciembre de 2003

El día que Racing se hizo más grande que nunca

Hace exactamente veinte años, el equipo de Avellaneda se despedía de la Primera División perdiendo nada menos que ante Independiente, que para colmo, con esa victoria, se consagró campeón. El recuerdo de la peor pesadilla para un hincha que, sin embargo, sirvió para fortalecer el amor y la fidelidad por el club.

Por Juan Pablo Bermudez

Fue terrible. Ni el más perverso escritor de improbables relatos de fútbol hubiese imaginado con tanta precisión literaria lo de aquel día. Ni Soriano, ni Fontanarrosa, ni Sasturain... A nadie se le hubiese ocurrido, pero pasó (y es, a su vez, una comprobación del tan obtuso como inapelable precepto “la realidad supera a la ficción”): el 22 de diciembre de 1983, hace veinte años, Racing se despedía de la A en el mismo partido en el que Independiente se coronaba campeón.
Fue terrible, claro. Se sabe: no hay para un hincha una pesadilla peor; “ellos campeones, nosotros al descenso”. Las puntas del ovillo; la gloria y Devoto; el éxito y el fracaso. “No puedo creer ver a mi Racing en la B”, sollozaba la emblemática Tita y era, apenas, la síntesis de un sentimiento generalizado. Ni siquiera servía de consuelo (pobre, claro, pero consuelo al fin) no ser el primer grande en irse al descenso: San Lorenzo se había tomado la molestia dos años antes. Nada podía ser peor. “Sólo es una caída; un grande ha caído, pero no ha muerto”, decía el también emblemático (aunque oscuro) racinguista Ramón Cereijo (de haber dicho la frase quince años antes todos hubiesen apostado que hablaba del peronismo). La herida, claro, nunca se cerró del todo, ni siquiera con el paso del tiempo. Sin embargo, esos años resultan una distancia suficiente para entender qué pasó aquella vez en realidad, y es un tiempo suficiente también para decirlo sin temor: aquel día, Racing se hizo más grande que nunca.
Es curioso (sabrá disculpar el lector la mención meramente personal, pero se amerita en tanto es el origen de esto): mi primer recuerdo fuerte de Racing es el día que se fue al descenso. De chico lo seguía e iba a la cancha con mi viejo, pero a esa edad, trece, catorce años, a uno le importa el presente inmediato como nunca después en la vida. El futuro literalmente no existe más allá de las dos próximas horas, con lo cual la cosa era partido a partido (me deslumbraba aquel equipo de Carrasco, Olarticoechea, Barbas y Calderón, entre otros). En buen romance: me importaban los partidos, no el campeonato.
Por eso me alegraba y me desilusionaba domingo tras domingo, sin proyección de futuro. Pero la primera vez que Racing me movió el alma fue el partido decisivo contra el homónimo cordobés. En Avellaneda, los cordobeses ganaron 4-2 y las ilusiones de seguir en Primera se hicieron pedazos. En la quinta de un amigo de la familia miraba la televisión y lloraba pero con disimulo, a ver si se daban cuenta. Lo peor, de todos modos, fue cuatro días después: la noche posterior al infortunado partido contra Independiente, un amigo del barrio, Hugo, pegó en la puerta de mi casa un cartel con el escudo de los rojos junto al inefable Clemente con sus inefables papelitos, y la leyenda: “Independiente Campeón, Racing a la B. Gil”.
No debe haber insulto más hiriente para esa situación: ésa era la sensación. Pero, a la vez, resultó la confirmación de lo que sospechaba: ser hincha es eso. Cuando se gana se disfruta, y cuando se pierde... Hay que bancar. Hay que estar ahí y seguir queriendo a esa novia que nos despechó porque no se puede hacer otra cosa. Como bien dice San Jodete, el apóstol de la desgracia del cuento de Sasturain: “Hay que joderse, compañero”. El punto es que fue duro aguantar semejante despecho: no sólo descendía (¡iba a jugar al ascenso!) sino que el rival de siempre, el del duelo aparte, de barrio, de potrero y de guapos si hace falta, le restregaba el título en la propia cara.
El descubrimiento del sentido de ser hincha (enamorado total o novio despechado sin solución de continuidad) resultaba, por la absoluta manifestación de incondicionalidad que la ocasión requería, terriblemente revelador: para ser de Racing había que bancársela, pero en serio. (¿Había otro remedio? ¿O algún desentendido de qué se trata esto piensa que se puede cambiar de equipo por un simple despecho?) Ahora bien. No se trata aquí de hacer vericuetos lingüísticos para la posteridad académica ni de justificar con semifalacias lo injustificable: Racing estaba condenado al descenso desde la mitad de ese campeonato. Ruina institucional (llegó a haber una factura de 7 mil dólares por compra de escobas), equipo mediocre y sin ambición, técnicos que iban y venían, y una dirigencia desbordada y a la deriva (cualquier parecido con la actualidad en Avellaneda no es mera coincidencia; al fin y al cabo la historia es a veces tan paradójica que se repite a sí misma, pero invirtiendo los roles de los protagonistas). Lo que no se entiende es la saña del destino: no alcanzaba irse a la B, no alcanzaban los ya por ese entonces diecisiete años sin campeonatos, ni siquiera alcanzaba tener que jugar el último partido en cancha de Independiente. Tenían que ganar para salir campeones y las perspectivas no eran buenas ni para el más fanático y/u optimista hincha de la Academia.
Ellos, se debe reconocer, tenían un gran equipo (alcanza mencionar a Burruchaga, Bochini, Marangoni...). Era muy difícil la parada y aunque al menos se podía sostener la ilusión de arruinarles el título con el empate, no hubo caso. A los cuarenta y pico de minutos del primer tiempo el Gringo Giusti la mandó adentro y fue el final. El segundo tiempo fue sólo para sufrir y para que hicieran otro (vale la mención a la grandeza de Larrachado, Matuszyck, Veloso, Caldeiro, la Pantera Rodríguez y los otros que salieron a la cancha a hacerle frente al desastre).
La pregunta, en este punto, es para cualquier hincha: ¿puede haber algo peor? Definitivamente no. Por eso mismo el hincha de Racing aprendió a bancar, a estar ahí pase lo que pase.. Porque todo lo que vino después, todos esos años de despecho tras despecho, se bancó, y se bancó en serio. Y no fue poco: dos años en la B; el alquiler del equipo, el mercado de papas en el estadio, técnicos como Cubilla y jugadores como el paraguayo Torres o los restos futbolísticos de lo que alguna vez había sido el Puma Rodríguez; dirigentes de terror, la quiebra, el casi descenso otra vez... Y lo más difícil: los años sin campeonatos locales sumaban y sumaban (al menos en el plano internacional había ganado la Supercopa). Todo se bancó porque se había bancado lo peor. Y así, el hincha de Racing se hizo grande en la derrota y engrandeció, con su temple, su estoicismo y su amor incondicional, todavía más al club. Y nunca, pero nunca, renunció a eso, a ese destino de inevitable grandeza, pese a los golpes.
No fue fácil ser hincha de Racing desde el 22 de diciembre de 1983 hasta el milagro de Mostaza Merlo y sus corredores, el 27 de diciembre del 2001 (¿cuándo si no un 28 de diciembre, el Día de los Inocentes, los diarios iban a titular “Racing Campeón”?). Pero se bancó, se bancó todo y por eso se disfruta, y mucho, de un presente que lo tiene como protagonista en la lucha por los campeonatos.. Y gracias a eso, a esos incondicionales que le perdonan (perdonamos) todo, Racing nunca dejó de ser la Academia, de ser un grande; ni siquiera en los peores momentos y cuando muchos lo daban por muerto. Como el 22 de diciembre de 1983. Ese día en que Racing se hizo más grande que nunca.

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