CONTRATAPA
Bon jour, Le Pen
Por Susana Viau
Partido inicial del Mundial: el campeón contra el debutante absoluto. La cámara barrió los rostros de los dos planteles. ¿Cuál era el equipo francés? ¿Este que estaban mostrando? Se diría que sí. Alguno silabeaba sin mucho entusiasmo La Marsellesa y podía contarse uno, dos, quizás tres rubiecitos. El resto eran de cabellos oscuros, ojos oscuros, pieles morenas, hermosas caras africanas o así. Marcel Desailly es ghanés, Liliam Thuram vino de la Isla Guadalupe en las pequeñas Antillas, Patrick Vieira nació en Senegal, Africa; Sylvain Wiltord vio la luz en Francia, pero sus raíces también son caribeñas al igual que las de Thierry Henry; Youri Djorkaeff, armenio. El crack, la gran estrella que el viernes en el Seoul World Cup miró el partido desde el banco, aquejado de una lesión alrededor de la que están tejiendo un misterio mundialista, Zinedine Zidane, es marsellés, pero hijo de argelinos. David Trezeguet es francés, de padre argentino y facciones que igual pueden ser de acá o del Magreb; Bixente Lizarazu es vasco. Si se cuenta con que el arquero Fabien Barthez es monegasco, franceses, lo que se dice franceses al gusto del 20 por ciento de los votantes, en esta representación sólo hay dos.
La casaca azul con el gallo estampado en el lugar del corazón uniforma una maravillosa multiplicidad de etnias y nacionalidades. Grupos humanos a los que la militancia del Frente Nacional suele aludir con la más hiriente de las expresiones racistas: bougnoules. Su jefe, en cambio, prefiere nombrarlos de otro modo. A los inmigrantes, a los franceses de primera generación, Jean-Marie Le Pen les dice métèques. La misma carga de agravio, pero condensada en una palabra demodé, con el filo limado por los años. Obreros embrutecidos, campesinos toscos, clase media baja, hombres asustados por las ropas coloridas de vecinos indeseables, exasperados por la invasión silenciosa de antiguos esclavos que hoy disputan puestos de trabajo en la metrópoli, la base social del lepenismo forma parte del mundo de los estadios de fútbol, del complicado universo de las tribunas. ¿Qué sentirán gritando Allez les bleus? ¿Se abrazarán y brindarán en los bares si tienen la suerte que no merecen y Desailly, el ghanés que lleva el brazalete de capitán, levanta la Copa? ¿Reventarán de orgullo por la gloria del deporte francés, aunque la escuadra sea un manojo de tipos a quienes mañana volverán a llamar les sales étrangers? Vaya uno a saber. Resulta difícil ponerse en el lugar de esa gente: el alma del fascista es un enigma insondable. Lo bueno es que hoy el problema es todo de ellos.