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Lunes, 10 de junio de 2002

FúTBOL › LA TELE

Nosotros y los miedos

Por Carlos Polimeni

El fútbol es un estado de ánimo. A Diego Maradona le encantó la frase, una noche de tertulia de 1985, en el Sheraton de Lima, cuando se jugaban las eliminatorias del Mundial que lo convertiría, un año después, en el mejor jugador del mundo, sin discusiones. Jorge Valdano, que esa tarde se había escapado del hotel para comprar las obras completas de César Vallejo en una librería con olor a pis de gato, no había patentado aún su frase sobre el miedo escénico de los jugadores a la hora de los grandes compromisos, pero le daba vueltas a la cuestión, que lo obsesionaba, por su propia experiencia en partidos para la historia. Valdano y Maradona solían hablar horas de fútbol en los tiempos muertos de las concentraciones. Al futuro entrenador y manager del Real Madrid le molestaba que la mayoría de sus compañeros pasaran buena parte de su tiempo libre hablando de dinero o contando sus proezas sexuales.
El propio seleccionador de entonces, Carlos Bilardo, solía machacarles a los jugadores con el asunto del negocio. De la plata a ganar y la plata a perder con el fútbol. Maradona nunca hablaba de plata. Los ojos le brillaban, en cambio, cuando en la conversación saltaban conceptos sobre la belleza del juego, recuerdos de grandes jugadas, menciones a partidos que se definieron en un rapto de inspiración, datos sobre cómo se movían en la cancha otros grandes futbolistas de la historia. Le gustaba, por ejemplo, que le contaran de Alfredo Di Stefano y el Charro Moreno. Aquel domingo de mayo del ‘85 en Lima, Maradona jugó uno de los peores partidos de su vida, absorbido por la marca pegajosa de un peruano llamado Reyna, que la historia no recuerda por ningún otro motivo. La Argentina perdió y aún tendría que sufrir mucho para llegar al certamen de México. Cuando al fin llegó el Mundial 1986, a Maradona le sobró coraje escénico y presencia de ánimo. No pasó lo mismo con Platini y con Zico, que habían llegado allí para intentar discutirle el lugar de número 1.
Que el fútbol es un estado de ánimo se vio el viernes pasado, con claridad, en la derrota argentina. Bastaba ver por televisión la cara de los jugadores ingleses y argentinos mientras sonaban los himnos para distinguir actitudes diferentes. Los argentinos lucían, en general, tensos y asustados. Los ingleses parecían igual de tensos pero envalentonados. En la cancha, el desarrollo del partido consolidó la bravura de los ingleses y profundizó el miedo escénico de los argentinos. El miedo escénico no es cobardía ni falta de coraje, sino más bien ese grado de nerviosismo que paraliza aún a los profesionales curtidos, mientras el público se pregunta cómo puede ser que un tipo le pegue así a la pelota, erre un penal, tire a las nubes un centro, no acierte a meterla a dos metros del arco. Todos en la vida hemos sentido alguna vez miedos escénicos, temor a no poder hacer bien aquello que en general sabemos hacer bien. Imaginen a los futbolistas, que están jugando para la historia, cuando las cosas empiezan a salir mal. Miedo escénico es lo que tienen esos jugadores que, para el público, empiezan nerviosos. Miedo escénico era el de Marcelo Bielsa y su tradicional caminata de gato nervioso, mientras su colega Sven Goran Eriksson, el sueco que conduce Inglaterra, no daba señal alguna de agitación, sentado en el banco como si estuviese viendo pasar chicas en Estocolmo, una tarde de verano. Miedo escénico es el que tenía Verón en el primer tiempo.
El estado de ánimo y el miedo escénico serán cruciales el miércoles cuando la Argentina enfrente a Suecia. Es difícil liberarse de ataduras y temores cuando un equipo disputa un partido eliminatorio, pero si la Argentina no juega como lució Aimar en el segundo tiempo ante Inglaterra, le costará horrores ganar. Perder el miedo implica una relajación que no quite concentración y una seguridad en las propias fuerzas que no se transforme en soberbia. En eso debería estar trabajando Bielsa en una concentración en que habrá quienes han dormido tranquilos y quienes aún estén preguntándose qué les pasó. Ninguno de los jugadores argentinos volverá a jugar un partido por este Mundial si no le ganan a Suecia. Y eso equivaldría a un fracaso estruendoso. Que sepultaría a una generación dejugadores que hasta ayer nomás parecía predestinada a las letras grandes de la historia y, por su propio desmérito, ha quedado en riesgo de ser apenas una mención al pie de página. Por suerte, los suecos también tendrán miedo escénico. El mismo dios que atormenta la psiquis de Ingmar Bergman estará mirándolos para evaluar si merecen o no un lugar en el parnaso del fútbol escandinavo.

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