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La Academia sueca nunca le dio el Premio Nobel de Literatura a Jorge Luis Borges. Todo indica que lo hizo por considerar al argentino excesivamente reaccionario y desprolijo en sus gustos políticos: haber apoyado a la dictadura militar, sin ir más lejos. Aunque en los últimos años del mal llamado Proceso el maestro dijo haberse desayunado –tarde y mal– de que todo no era como se los contaban amigos evidentemente mal videntes, ya era tarde y quedó ahí. Tampoco se lo dieron nunca a Truman Capote –¿por homosexual?– ni a Graham Greene –¿por católico y espía?– y sí a Cela -seguro que por gallego– o a Miguel Angel Asturias –por tener cara de indio– y así hasta el infinito. En fin: las arbitrariedades del Nobel no son nuevas ni viejas, están en su naturaleza. Las nuestras, tampoco: ¿qué hubiera pasado si en vez de distinguir a Adolfo Pérez Esquivel con el Nobel de la Paz en 1980, los académicos hubieran premiado al autor de Ficciones? No me imagino a un criollo quejándose.