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River es el mejor en casi todo.
Es el equipo más armado; el que mejor maneja la pelota; el que tiene las mejores individualidades; el que puede llegar a deslumbrar por su precisión en velocidad; el que va al frente contra cualquiera; el que comete menos errores defensivos; el que se reforzó mejor; el que vendió sin desarmarse; el que impone respeto a sus rivales desde el mismo momento en que sale a la cancha.
River es el mejor en casi todo.
¿Quién tiene un mediocampo con jugadores de la categoría de Lucho González, Mascherano y Gallardo? ¿Quién tiene, además, a Sambueza, Zapata, Gastón Fernández y Ledesma como alternativas?
River, antes de empezar esta fecha, era el mejor en casi todo.
Era el que más partidos había ganado, el que más goles había convertido, el que más puntos había sumado.
River es el mejor en casi todo.
Y esto lo reconoce cualquier amante del fútbol dotado de una pizca de objetividad. Los partidos más lindos, los más interesantes de este campeonato tuvieron casi siempre a River como protagonista.
Pero el equipo de Astrada y Hernán Díaz (la referencia a los técnicos no es sólo un sinónimo de River) debe mejorar en un aspecto esencial: es demasiado soberbio, le cuesta aceptar la superioridad del rival, apunta con el dedo al que se le pone adelante cuando le toca perder.
River –como Boca, que en sus mejoras épocas se le parecía en este aspecto– cree que es injusta cualquier situación adversa. Sus entrenadores, afectos a los gestos ampulosos y los reclamos estentóreos, bajan una línea que los jugadores, con Ameli a la cabeza, siguen ciegamente. Ayer, frente a Estudiantes, cuando se dio cuenta de que el partido se le iba de las manos, pegó, protestó, pataleó y descargó su ira contra Sequeira.
A River le sobra paño para superar una derrota circunstancial e imponerle su fútbol al que tenga que enfrentar después. Felicitar al rival antes que culpar al árbitro por una derrota es un sano rasgo de humildad, River.