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Domingo, 4 de julio de 2004

LITERATURA Y PERIFERIA

Pintar la aldea

En Poesía del Noroeste argentino. Siglo XX, Santiago Sylvester ha recopilado para el Fondo Nacional de las Artes 540 páginas de poesía regional. Más allá del encomiable esfuerzo, el libro sirve para interrogar criterios antológicos y la relación entre la cultura porteña y la del interior del país.

POR WALTER CASSARA

En un territorio como el argentino, donde no se aprecia a primera vista ninguna variedad dialectal en la distribución de la lengua, pensar en los términos de una “poesía regional” (esto es, como se piensa en Italia, por ejemplo, una poesía trabajada desde el dialecto ligur o el véneto) resultaría un completo disparate de la crítica o un esfuerzo anacrónico de nuestra obsoleta maquinaria editorial, si no fuera porque sirve para recordarnos que existen lugares hermosos como Amaicha del Valle o Purmamarca, donde también se habla español y se escribe –se ha escrito– una buena parte de la historia de la poesía argentina. Si bien es cierto que el idioma, más allá de la famosa “tonada” y algún que otro localismo formal o de contenido, ha permanecido más o menos invariable y solidario en sus partículas elementales, también es verdad que hay una división histórica, de carácter más geopolítico que lingüístico, entre porteños y provincianos; entre la poesía ciudadana y la rural o “de tierra adentro”, como suele llamarse a todo ese inmenso y olvidado ámbito que no se circunscribe a la Ciudad de Buenos Aires.
Dicha segmentación histórica, aunque no llegó a afectar el diseño del idioma, bastaría para especificar dos aspectos o “formas de la realidad nacional”, como piensa el poeta Carlos Mastronardi. Elevado a rango idiosincrásico, este dualismo de los argentinos –que es en verdad un monstruo de doble cara, cabeza de Jano o Goliat rigiendo desde lo alto sobre un montón de vidas anónimas– puede revestir todavía hoy cierto interés psicológico, pero llevado al nivel de la escritura poética es poco menos que un asunto de matices que hay que ponerse a rastrear bajo la lupa y con el background de un especialista.
Sin embargo, no hay duda de que la temperatura verbal cambia al pasar de un medio ambiente a otro, ya sea que nos encontremos en las áridas montañas del Noroeste, en la llanura, en la selva misionera o aquí nomás, en el populoso conurbano bonaerense, donde el “habla estándar” se rarifica y descontractura rápidamente, fusionando en un mismo registro lo masivo con lo popular, lo áureo con lo bajo, la pornografía con el preciosismo, para dejarse oír tal como es o, mejor dicho, como en verdad podría ser si no estuviera adulterada por los medios masivos de comunicación o blanqueada por la brocha del funcionalismo metropolitano. Del mismo modo que otros principios literarios, lo regional suele dar obras no muy diversas y alentadoras cuando viene desprovisto de un mínimo cuidado en el empleo de la función poética. Es el caso de aquellos autores arraigados profundamente en una provincia, pero que raras veces ameritan alguna lectura relevante, ya que no se salen de los moldes del costumbrismo y las formas líricas consagradas por la tradición oral que, por lo demás, acostumbra prescindir de ellos a la hora de ratificar su prestigio.
Mucho más interesantes resultan aquellos autores que operan sobre el imaginario regional con un criterio integrado a los rumbos cosmopolitas, como lo hicieran por ejemplo Juan L. Ortiz y Francisco Madariaga en el ámbito del Litoral, así como también lo hacen poetas incluidos en esta antología como Libertad Demitrópulos y Leonardo Martínez, entre otros. Sin tanta fidelidad a lo telúrico, ellos establecen un pacto más íntimo con el paisaje natal; escriben desde los sucesivos mestizajes de nuestro pueblo, pero no evitan plantearse las mismas preguntas que se han planteado y se plantean los numerosos cultores de la poesía esparcidos a lo largo del planeta. “La respuesta acerca de quiénes deben ser considerados poetas de la región requiere un criterio amplio”, dice Santiago Sylvester, poeta nacido en Salta en 1942, con una larga trayectoria que incluye títulos publicados aquí y en España. “Desde luego, no son los aspectos formales o temáticos de la poesía –prosigue el compilador–, ya que éstos suelen pertenecer, más que a un lugar, a una época, sino los datos biográficos de cada poeta, que tendrán que ser analizados en su variado desarrollo.” De este modo, el criterio de Sylvester, si bien no resulta demasiado novedoso, ofrece en contrapartida un panorama de gran alcance sobre las tendencias de la poesía argentina escrita en el Noroeste durante las últimas siete u ocho décadas, y también cumple con la delicada y encomiable tarea de reunir un índice de casi noventa autores nacidos o que vivieron en la región, siguiendo a pie juntillas las normas del empadronamiento municipal, al punto de incluir, asombrosamente, a Homero Manzi –¡y con un texto dedicado al Rosedal!–, poeta oriundo de Santiago del Estero pero, como todo el mundo sabe, más porteño que la fiaca o la milonga.
Además de los criterios antes mencionados, esta antología –“la primera en su género”, según palabras del autor (y esperamos que no sea la última)– deja en claro que la poesía, como la lengua, es fundamentalmente la suma del trabajo de varias generaciones a lo largo del tiempo. Por lo tanto, no es posible conformarse una imagen unívoca de lo regional en el lenguaje, porque ésta depende del recorte histórico que hagamos de ella en mayor medida que de las peculiaridades del suelo, la meteorología o los hábitos culinarios. De ahí que el ordenamiento cronológico de este libro deba ser riguroso y vaya de pioneros como Ricardo Rojas, Luis L. Franco o Sixto Pondal Ríos, pasando por una etapa intermedia o de relativa consolidación territorial con destacados representantes como Jaime Dávalos, Manuel J. Castilla o Raúl Aráoz Anzoátegui, hasta recalar en las producciones más desconocidas y recientes de Pablo Narral, Leonor García Herrando y Leopoldo Castilla, entre muchos otros. Queda flotando, sin embargo, el interrogante acerca de si lo regional en tanto categoría poética no sería otra cosa que un tráfico de hombres cultos, apegados a los códigos ciudadanos, en lugar de un supuesto modo de expresión del hombre rústico formado en un medio natural, como suelen explicar algunas teorías románticas.

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