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Domingo, 4 de julio de 2004

RESEÑA

Triángulos sáficos

EL CIRCULO IMPERFECTO
Alicia Plante

Editorial Sudamericana
Buenos Aires, 2004
204 págs.

POR MARíA MORENO

En la tradición de Virginia Woolf y Clarice Lispector, El círculo imperfecto es la grafía de una voz, en este caso un retrato a cuatro voces de mujeres. Pero Ana, Lola, Remi y Miranda no son personajes –aunque también lo son– sino posiciones ante la Otra, no como las de un tablero de ajedrez donde hay un remate, y la incompleta figura del círculo impide que lo haya, ni a la manera militar donde la tierra a ocupar está fija en el mapa, mientras que el objeto amoroso se desplaza y adopta diferentes máscaras. Son posiciones de espera ante el despojamiento, de no reciprocidad aun con la correspondencia en el encuentro erótico, de curiosidad ante lo que la separación pone por delante, de exclusión que no se regodea en la derrota sino que atiende a la fisura donde poder cambiar de lugar. Es decir, aun en los avatares del sufrimiento amoroso y de la pérdida anunciada siguen siendo posiciones soberanas.
En la página 41, la voz de Lola alude a la pareja de Sartre y Simone de Beauvoir, cuenta cómo su amante Ana dejó caer esa clase de avisos que son siempre prefiguraciones decididas de antemano al pedir “aire” entre ellas en nombre del que se daban aquéllos, de los amores de cada uno y de cómo, sin embargo, ningún lazo era más importante que ése, nutrido muchas veces en abrazos ajenos.
Pero El círculo imperfecto no es una novela de tesis y las parejas que se arman y se rearman a través del relato no dejan a Sartre y a Simone de Beauvoir como mentores sino como meros artefactos narrativos. Si en ese relato parece cernirse una y otra vez la figura del triángulo, éste tendría siempre la sombra de un cuarto lado que acecha bajo la figura de otra mujer. En El círculo imperfecto, el cuatro es el número de la suerte: cuatro son los brazos de Shiva en el cuadro fetiche de Lola y Ana, como cuatro son las huellas de los alfileres que lo pincharon en la pared de la casa en común y cuatro las mujeres que monologan. Y si Ana parece el centro del círculo por el que pasan las otras, es más bien como ese que, incompleto e imborrable, Shiva deja en la pared como una huella que lanza el relato hacia delante sin permitir que se cierre: el círculo es imperfecto porque no busca la perfección sino el espacio abierto para la soledad en disponibilidad y reconciliación que tanto Ana como Lola, Miranda o Remi encontrarán a su modo en el pasaje de una posición a una decisión.
No se trata del modelo coral donde varios testimonian en singular el mismo suceso: a veces lo hacen y otras continúan el relato anterior, le permiten avanzar enmascarando las intrigas de la voz precedente, describiendo la coreografía de las sucesivas partenaires en un huis clos paradójicamente lleno de entradas y salidas como en las comedias de enredos.
La novela habla de amor y deseo entre mujeres y hasta teoriza sobre la especificidad de ese vínculo en términos donde se desestima la dimensión militante. Con incorrección política, el relato adjudica fealdad sólo a una feminista cuya posición amorosa es además pasiva e insistente.
La creación de las mujeres se transmitiría entre hermanas, lejos del modelo pederasta donde el discípulo inyecta en el saber heredado el germen parricida que mantiene viva la historia: tiene la forma de una formación mutua que compromete los cuerpos y un aire de renacimiento aunque suceda, como en el caso de los personajes de El círculo imperfecto, a través de la separación. Si las cuatro voces suenan como una única no es debido a una falta de destreza sino a la voluntad de transmitir, aun entre cuerpos desunidos por sus fronteras, una suerte de mismidad. En el final, la voz de Ana dice: “Todas eran yo. Yo era todas ellas”, máscaras de un mismo sujeto valiente en su lanzamiento al existir en pos de otro, pero donde esa jugada es sólo una vía de acceso a otra cosa. Se lee apresuradamente en El círculo imperfecto la búsqueda de Dios. Más bien, esas ateas intranquilas que monologan sobre los avatares entre el deseo y la lealtad parecen ilustrar el pasaje del dilema de la carne anterior a la muerte de Dios, a las peripecias del deseo bajo el reinado de un Dios hecho de múltiples ficciones. Pero si, como también dice la voz de Ana, Dios es no poder prescindir de nadie –ninguna definición mejor de la soledad soberana pero generosa, de brazos abiertos–, este Dios no indica redención por la fe sino un salirse de sí mismo para expandir el yo en la disposición del mundo cuando la sombra del objeto se ha retirado. Y el temible Shiva es entonces un fetiche más en el museo de los amores guardados en suspenso.

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Gabrielle de Estrée y una de sus hermanas (Escuela de Fontainebleau, hacia 1595).
 
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