ANIVERSARIOS
El sentido de la vida
El pasado 15 de julio se conmemoraron cien años de la muerte de Anton Chejov, uno de los pilares de la modernidad literaria del siglo pasado y un maestro indiscutible del cuento y el drama.
Por Martín Schifino
Hace cien años moría Anton Chejov. El funeral, según su amigo Maximo Gorki, fue una ocasión “vulgar” e “indigna de la memoria de un gran escritor”. Inexplicablemente, el ataúd viajó de Alemania a Moscú en un vagón de carga pintado con el rótulo “sólo para ostras”. Una multitud lo esperaba en la estación pero, en medio del ajetreo, parte del cortejo se fue detrás del ataúd del General Keller, que había llegado al mismo tiempo de Manchuria. Nadie entendía por quéle rendían a Chejov honores militares. Una vez que se descubrió el error, “ciertas almas jocosas empezaron a reírse y a hacer chistes”, quitándole cualquier aura de solemnidad al acontecimiento; al final, sólo unas cien personas acompañaron los restos del escritor. A un siglo de distancia, quizá lo “indigno” de aquella escena haya desaparecido, dándole paso a la tragicomedia chejoviana. La muerte es una presencia constante en la obra de Chejov y, como lo ilustra una de sus obras maestras, El obispo, nunca llega vestida de gala.
Anton Pavlovich Chejov nació en 1860 en Taganrog, una pequeña ciudad portuaria en el sur de Rusia, cerca de la actual Ucrania. Su abuelo había sido siervo (la emancipación tuvo lugar en 1861) y su padre era dueño de un almacén de ramos generales. Fue allí donde el futuro escritor entró en contacto con innumerables objetos, hablas regionales y un enorme “vocabulario animado”; la crítica ha notado su precisión en el uso de dialectos y vocablos específicos. Chejov recibió, por lo demás, una educación clásica y más tarde estudió Medicina en Moscú. Sus comienzos como escritor, al igual que los de Dickens, tuvieron lugar en la prensa diaria, por dinero. Escenas humorísticas, cuentos breves, viñetas, incluso una columna de chismes o “sociales”: Chejov no le rehuía a nada. De esta obra temprana, despareja, ocasional y a veces pueril, cabe rescatar la sugestiva concisión que se volvería uno de los sellos chejovianos. Escribiendo sketches dramáticos, además, aprendió a estructurar dramas más amplios. Así, la nouvelle que divide las aguas en su obra, La estepa (1887), es una razonada sucesión de escenas y lleva la impronta de lo incidental.
Chejov no escribió manifiestos ni adhirió a escuelas, pero una poética coherente aparece en su correspondencia. La comparación con Flaubert es casi inevitable, porque ambos comparten además una cantidad sorprendente de convicciones literarias. Como Flaubert, Chejov creía en las bondades de un autor invisible; pero su versión es más fidedigna que la de su colega francés. En el gran teórico de la invisibilidad, uno acaba notando la sombra del autor no sólo por su estilo sino también por el fuego lento de su sarcasmo. Aunque no emite juicios, Flaubert se juzga a sí mismo invariablemente por encima de sus personajes. Chejov es a la vez más inexorable y más humano. Representar todo tipo de personajes le parece una exigencia no sólo literaria sino ética. En cierta oportunidad, una de sus corresponsales le criticó el contenido “vulgar” de uno de sus cuentos. Chejov respondió con una carta lapidaria en donde se lee, entre otras cosas, que el escritor “tiene la obligación de vencer sus manías y ensuciarse la imaginación con el sarro de la vida diaria. No es más que un reportero”. Y poco más adelante: “Debe ser tan objetivo como un químico; debe renunciar a su propia subjetividad”.
Un año después, en una carta a Aleksei Suvorin, su editor y amigo, hay una idea complementaria: “Me parece que a los escritores no les corresponde solucionar cuestiones como Dios, el pesimismo y demás. La tarea es mostrar dónde, cuándo y en qué circunstancias la gente habla de Dios o del pesimismo. El artista no debe juzgar a sus personajes o sus palabras”. La formulación más exacta aparece poco más adelante, cuando Chejov declara que el escritor no está forzado a “resolver problemas” sino a “plantearlos correctamente”. ¿Cuál era el gran problema de Chejov? “Mostrar la vida como en realidad es”, evitando los moldes del arte recibido; un dilemasimilar preocupaba a sus contemporáneos impresionistas y naturalistas, y se extendió a la generación de modernistas como Woolf, Mansfield, Hemingway y Henry Green. Para Chejov, plantearlo correctamente implicaba depurar las técnicas heredadas de Turguenev y del primer Tolstoi. Flaubert habla de las “falsedades de la perspectiva”; Chejov las evitaba a toda costa, imaginando menos un diseño pictórico que las percepciones de sus personajes. Muchos se apuraron a señalar faltas de unidad y estructura. El gran crítico Mijailovski, por ejemplo, escribió que “Chejov trata todo de la misma manera: un hombre y su sombra, una flor y un suicidio”.
Claro que ésa es la idea. La literatura de Chejov se resiste a las simplicidades adultas. Su cuento más famoso, La dama del perrito, es emblemático. Las emociones van y vienen, los personajes se pierden en sí mismos, los detalles relampaguean en sus conciencias como porque sí. Pero el cuento trata precisamente de esas incertidumbres. Porque la forma es difusa, como la de una llama, la realidad de los personajes acaban resultando incandescente. Esta delicadeza de la mirada le ha valido a Chejov, una vez más como a Flaubert, la felicitación implícita en la palabra “moderno”; pero no hay que olvidarse de que, mientras las evaluaciones funcionan retrospectivamente, la historia avanzó en su momento hacia adelante. En realidad, la modernidad literaria es en gran parte chejoviana. No importa cuán grande uno suponga que ha sido su influencia en las generaciones sucesivas, lo más probable es que el cálculo sea conservador. Más allá de los obvios epígonos, como el Chejov estadounidense (Cheever), neocelandés (Katherine Mansfield), canadiense (Alice Munro), inglés (Henry Green) o franco-ruso (Andrei Makine), sin olvidar a dramaturgos como Beckett, siempre aparece un nuevo escritor que hace eco de su visión. Virginia Woolf, devota del autor, dijo que mientras uno lee los cuentos de Chejov “el alma gana una sorprendente sensación de libertad” y “el horizonte se expande”. La expansión es literaria, pero la literatura se ha vuelto tan misteriosa como la vida.