Mal de ojo
Burgess es escéptico acerca del rol educativo y liberador de las artes y la alta cultura. Tanto el futuro hedonista de Huxley como el espartano de Orwell coinciden en la necesidad de suprimir el arte, la música y la literatura para mejor someter a la humanidad. Burgess, con más tiempo para aprender la lección de Auschwitz, convierte a su brutal protagonista en un exquisito degustador de la música clásica.
Por Carlos Gamerro
La naranja mecánica, de cuya publicación se cumplen este mes cuarenta años, nació de dos experiencias personales del autor. En 1944, mientras Burgess servía en Gibraltar, su esposa embarazada fue atacada, golpeada y robada por cuatro desertores del ejército, a resultas de lo cual perdió el embarazo. Nunca habría otro, y el autor siempre sintió que el alcoholismo y la temprana muerte de su mujer fueron consecuencia directa de esa experiencia. El episodio es recreado en la novela cuando Alex, el protagonista, y sus tres compinches o drugos entran a la fuerza en la casa del escritor F. Alexander, quien está trabajando en el manuscrito de una novela titulada, precisamente, La naranja mecánica. Los drugos destruyen el libro, golpean salvajemente al escritor –aunque sin dejarlo paralítico como en la versión cinematográfica– y lo obligan a mirar cómo violan a su mujer, quien morirá poco después. Burgess dijo que eligió narrar el episodio desde el punto de vista de los atacantes y no de las víctimas como un “acto de caridad” hacia los agresores de su mujer, y la casi identidad de los nombres Alex y Alexander puede tomarse como otro intento de acercamiento; pero también es posible ver en ello razones menos altruistas: la necesidad de expiar la culpa de no haber estado, obligándose no sólo a verlo sino a sufrirlo él también; la tentación de invertir la situación traumática, poniéndose en el lugar del que tiene el poder y el control; la opción de permitirse el amargo placer de la venganza ficcional, cuando hacia el final de la historia sea Alex el que se encuentre indefenso en manos del escritor.
El otro episodio fue inmediatamente anterior a la redacción de la novela. En 1960 se le diagnosticó a Anthony Burgess un tumor cerebral, y se lo condenó a un año de sobrevida. Decidido a asegurar el futuro de su mujer mediante los derechos de autor, escribió cinco novelas y media en un año, al cabo del cual se encontró todavía con vida. Burgess viviría otros 33 años, y la media novela, completada, se convertiría eventualmente en La naranja mecánica. Aparte de comprobar que no era tanto el apuro, tuvo otros motivos para darse un respiro y permitirse repensar la obra. Burgess había encontrado un tema y una ambientación, pero le faltaba algo esencial: el lenguaje. Su estudio del ruso, como preparación de un viaje a la URSS que realizaría al año siguiente, fue lo que le permitiría inventar el nadsat, dialecto juvenil en el que hablan los protagonistas y está narrada la novela, una mezcla de ruso y slang angloamericano rimado, aderezado con pronombres y formas de dicción del inglés isabelino (en su primerísima versión, la historia transcurría en tiempos de Shakespeare, origen que dejó sus huellas en el lenguaje y también en la vestimenta de Alex y sus drugos).
el lenguaje exterior
Además de escritor y compositor, Burgess fue un lingüista políglota, apasionado de los idiomas, dialectos y jergas –el lenguaje de los hombres de la Edad de Piedra en el film La guerra del fuego (1981) de Jean-Jacques Annaud le pertenece–, y uno de los críticos más perceptivos de la obra de James Joyce (sobre la cual escribió los esenciales ReJoyce y Joysprick). Para su novela había pensado en un principio en el lenguaje de los Teddy Boys, los Mods y los Rockers, cuyos enfrentamientos callejeros, de los que fue testigo en Brighton y Hastings, sirvieron de modelo e inspiración para la violencia de La naranja mecánica (poco después, en Leningrado asistiría a episodios semejantes, que confirmarían su intuición de que la violencia juvenil no es un fenómeno exclusivo del mundo capitalista).
Pero la utilización sistemática de un slang contemporáneo tomado de la calle –sobre todo si se usa en la narración y no meramente en los diálogos– supone un grave peligro. Nada envejece más rápido que la jerga adolescente: el lenguaje del libro puede haber pasado de moda en menos de una generación, y todos conocemos el efecto no sólo anacrónico sino también risible del “lunfardo de época”, sobre todo el de la época inmediatamente anterior: imaginemos una novela o película argentina actual donde los adolescentes se la pasaran diciendo “brutal”, “mató mil”, “cheto”, “mersa”, “frula”, “gomas”, etc. Raymond Chandler, enfrentado al análogo problema de representar el habla de gangsters y ladrones, resumió con su habitual precisión las dos soluciones posibles: “El uso literario del slang es un arte en sí mismo. He descubierto que hay sólo dos clases que sirven: el slang que está establecido hace rato en la lengua, o el que tú mismo has inventado. Todo lo demás habrá pasado de moda para cuando el libro llegue a la imprenta”.
J. D. Salinger, que unos diez años antes de Burgess tuvo que lidiar con la cuestión en El cazador oculto, optó por una variante de la primera alternativa: para encontrar la voz de su narrador Holden Caulfield, indiscutible pionero del dialecto literario adolescente, Salinger combina las palabras del argot histórico del inglés con las palabras nuevas que tenían mayores posibilidades de perdurar en el tiempo, por lo cual su novela puede ser leída cincuenta años después incluso por lectores adolescentes sin la incómoda sensación de la que hablamos. Ésta es una de las pruebas más difíciles que el paso del tiempo le propone a un escritor: saber tomarle el pulso al lenguaje y percibir, en las palabras del presente, sus posibilidades de vida futura. Hasta cierto punto, cualquiera de nosotros puede intentarlo: no es arriesgado predecir que términos relativamente nuevos como “trucho” o “ñoqui” tienen una larga y saludable vida por delante, mientras que otros como “masa” o “copado” tienen los días contados.
Burgess, cuya novela, con su lenguaje adolescente, su por momentos pringosa primera persona y sus constantes apelaciones a la complicidad del lector, puede considerarse el reverso oscuro de la de Salinger (Holden y Alex constituirán a partir de su publicación dos modelos posibles de rebeldía adolescente, angélico y diabólico, que la literatura y el cine explorarán de allí en más), optaría por la segunda alternativa.
Escribir una obra literaria en un lenguaje inventado, y proceder a crear ese nuevo lenguaje injertando palabras de otros idiomas en las palabras de la propia lengua era una osadía que Burgess aprendió de su idolatrado Joyce, y varios términos del nadsat, como malchicks (muchachos) o malenky (poco) llegaron al nadsat desde el ruso vía Finnegans Wake (el de Joyce y Burgess es un caso testigo de lo fatal que pueden ser a veces las relaciones de filiación literaria: a diferencia de la de Beckett, quien al precio de escribir en otra lengua logró sacudirse el yugo, la carrera literaria de Burgess transcurrió entera bajo la sombra de su demasiado genial precursor).
Burgess situó su novela en un futuro cercano (principios de los setenta) y contra la tendencia de la ciencia ficción a definir lo fundamental de su futuridad en términos de ambientación o tecnología (algo que necesariamente funciona mejor en el cine que en literatura) apostó todo al lenguaje: el sabor del futuro corresponde en su novela al sonido del lenguaje del futuro. La justificación de por qué los jóvenes de su mundo presumiblemente inglés hablan una jerga basada en el ruso es tan débil (“la mayoría de las raíces son eslavas. Propaganda. Penetración subliminal”, dice algún personaje en la segunda parte) que es mejor ignorarla; en nada ayuda además, saber si vienen del ruso o de alguna otra lengua: el contexto en general las explica y la mayoría son tan poderosas que el lector pronto las prefiere a las de la suya propia. Y aunque sean lo primero que salta a la vista, o al oído, no son tanto las palabras en sí, sino el apoyo que prestan a una sintaxis insidiosa, envolvente y profundamente musical, plena de rimas internas y repeticiones hipnóticas, las que otorgan a la prosa de Burgess (uno está tentado a corregir, de Alex) su inolvidable poder expresivo.
Cantando bajo la lluvia
El potencial cinematográfico de la novela fue evidente desde un principio, y antes de Kubrick hubo dos intentos de llevarla al cine: el primero, en 1967, con guión de Terry Southern, comprometió a los Rolling Stones en todos los aspectos, desde la banda sonora al protagónico de Mick Jagger como Alex. El segundo fue al año siguiente, con la dirección de Ken Russell, quien terminaría dejándola por su versión decimonónica, Los demonios de Dostoievski. Pero el destino quiso que la novela, y con ella su autor, se volviera famosa a partir de la versión cinematográfica de Stanley Kubrick (1971) hacia el cual sin embargo (o quizás, precisamente por eso) el autor mantuvo siempre una actitud ambivalente (por un lado le dedica su novela Napoleon Symphony, por el otro escribe una versión musical de La naranja mecánica que incluye la siguiente indicación escénica: “entra un hombre con la barba de Stanley Kubrick tocando, en exquisito contrapunto, ‘Cantando bajo la lluvia’ en una trompeta. Lo sacan a patadas del escenario”.
En parte las diferencias entre ambos tuvieron que ver con el final de la película, que nos ofrece un Alex cínico e irredento que vuelve a las andadas, ignorando así el último capítulo de la novela, en el cual el protagonista se reforma y quiere casarse y tener un bebé; pero es necesario aclarar que la eliminación del capítulo final no fue responsabilidad de Kubrick, quien nada sabía de él cuando empezó a trabajar en la película, sino del editor norteamericano, Eric Swenson, quien amablemente sugirió a Burgess que debía sacrificarlo si quería publicar en los EE.UU. (Probablemente sea éste el único caso en el cual los editores norteamericanos y, más increíblemente aun, el cine norteamericano, le impongan un final cínico o pesimista a un autor que escribió uno positivo y feliz.) Por eso, durante casi cuarenta años tanto la versión norteamericana como la española basada en ella han venido circulado con un capítulo de menos, y recién en 1999 Minotauro de España publicó la versión completa de 21 capítulos. Es decir que, en nuestro país, tanto quienes leyeron la traducción española como quienes vieron la película no conocen este final, que en la novela afecta además el diseño formal: Burgess la había estructurado en tres partes de siete capítulos cada una, para corresponder a las siete edades del hombre y sumar 21, la edad en la que el joven se vuelve adulto.
El tiro del final
En la edición norteamericana y en el film, Alex se confirma hacia el final, con más fuerza que nunca, como el Peter Pan de la delincuencia juvenil. Pero se reforma y se hace adulto en el capítulo suprimido de la versión original, del que ofrecemos un breve resumen.
Ya curado del condicionamiento del “tratamiento Ludovico”, Alex ha reunido una nueva banda de drugos y vuelve a los ambientes de siempre. Los lugares, las actitudes, las palabras son las mismas que al comienzo de la novela, reforzando esa simetría de fábula o cuento de hadas que es uno de los grandes aciertos de la novela. Sólo que Alex no es ahora el menor sino el mayor de la pandilla, y ya no parece divertirse como antes. Al pagar unas copas se le cae la foto de un bebé gordito que había recortado de una revista y llevaba en el bolsillo, y sus drugos, tan estupefactos como los lectores, apenas atinan a burlarse de él. Ya solo, Alex se encuentra en la calle con Pete, uno de los sobrevivientes del grupo original, quien ha abandonado la delincuencia y el nadsat, consiguiéndose un trabajo de oficina, un pequeño departamento y una mujercita llamada Georgina con la cual concurre a tranquilas fiestas que incluyen vino en copas y juegos de entretenimientos. “Ah, era eso. Ahora Alex saca su britva y los corta en tiritas”, se dice el lector aliviado. Pero no. Alex conversa con ellos amigablemente y se aleja lleno de sana envidia, con visiones de llegar del trabajo a casa para encontrarse con su mujer esperándolo con la comida lista y el bebé gorjeando en su cunita del cuarto vecino, y decide que al día siguiente comenzará la busca de una madre para el bebé que anhela.
¿Qué llevó a Burgess a perpetrar este engendro? ¿Habrá sido que Alex se había vuelto demasiado poderoso y su autor, asustado, decidió que había llegado la hora de aplicarle el equivalente literario del tratamiento Ludovico? Hay pocos ejemplos tan flagrantes en toda la literatura de sustitución a último momento de una lógica estética por una ética, de un autor irrumpiendo en su relato para imponerles a último momento a la historia y a los personajes sus propias opiniones e ideología. Lo que Burgess había querido escribir, desde un principio, era una fábula moral sobre el libre albedrío, pero en algún punto (probablemente en la primera oración, cuando Alex empieza a hablar, o quizá en la segunda, cuando el nadsat comienza a infectar a la lengua huésped) la cosa se le fue de las manos. La novela cuenta la historia de un joven criminal, violador y asesino que es sometido por el Estado al “Tratamiento Ludovico”, que implica obligarlo a mirar imágenes de extrema violencia bajo el efecto de ciertas drogas que le producen sensaciones físicas de angustia y muerte. Así condicionan su cuerpo (no su alma, ni siquiera su mente) a rechazar los actos de sexo o violencia, y como efecto colateral, condicionándolo contra la música clásica que acompañaba la proyección de los films. El tratamiento no suprime el impulso a hacer el mal (más bien todo lo contrario), sino la conexión entre impulso y acto: en el futuro, cada vez que “el sujeto” sienta el deseo de violar o lastimar, un reflejo condicionado de náusea y pánico lo paraliza. Así deja de ser una amenaza para la sociedad, pero también deja de ser un ser humano, ya que, como dice de Alex el capellán de la prisión, portavoz ocasional de su católico autor: “¿No tiene alternativa, ¿verdad? La autopreservación, el miedo al dolor físico lo llevaron a esa humillación grotesca. Su insinceridad era evidente. Ha dejado de ser un malhechor. También ha dejado de ser una criatura capaz de realizar una elección moral”.
Arrepentimiento y penitencia Para ilustrar su tesis, Burgess eligió a un criminal que lastima por placer, que ni siquiera tiene motivación económica para delinquir (la explicación sociológica de la criminalidad juvenil es objeto de burlas en la novela). Una fábula liberal y biempensante nos hubiera propuesto en cambio el caso de un disidente, un intelectual o un artista resistiendo las presiones de la Inquisición, o de un régimen estatal totalitario, pero así cualquiera se pone a favor del derecho a la libertad y en contra de la manipulación mecánica del hombre por el Estado. Pero Burgess, escritor católico al fin, nos propone un dilema más comprometido: ¿qué sucede si quien representa a la libertad de elección no es una figura heroica sino nuestro enemigo, y si la libertad que debemos defender es la suya, la de robarnos, violarnos y matarnos? La pregunta está así planteada con toda crudeza, con la valentía adicional que supuso para Burgess elegir no un ente abstracto, sino uno de los hombres que arruinaron la vida de su mujer y marcaron la suya para siempre. Pero Burgess no se contenta con plantear la pregunta, quiere además responderla de manera unívoca: está claro que para él es mejor que un hombre pueda elegir ser malo a que lo obliguen a ser bueno. Decidido a probar su tesis, debió temer que un final en el cual Alex siguiera matando y atacando a gente como sus lectores (los amantes de la lectura, hay que decirlo, no la pasan nada bien en sus manos) arruinara su mensaje: “Sí, todo muy lindo esto del libre albedrío, pero mirá cómo el bestia éste sigue masacrando gente. Al final lo que le hicieron en la cárcel no estaba tan mal”, podría pensar más de uno. Burgess debe probar que quien es libre para elegir el mal también lo es para elegir el bien, y en el último y controvertido capítulo Alex, sin que nadie lo presione, se cansa de la mala vida y decide convertirse en un ciudadano modelo. Como teología, como teoría social o psicología puede ser aceptable; como literatura, equivale a asesinar la novela.
Quizás haga falta aclarar que el foco de la novela no es tanto el comportamiento criminal en general sino la criminalidad adolescente (Alex tiene quince años en la novela, en la película un Malcolm McDowell de 28 lo vuelve mucho mayor), que en muchos casos efectivamente desaparece con la madurez. Burgess había pensado en un epígrafe shakespeariano tomado de Un cuento de invierno: “Ojalá no hubiera nada entre los diez y los veintitrés años, o que la juventud pudiera dormirlos de un tirón; porque en ese intervalo no hay más que preñar jovencitas, burlarse de los ancianos, robos, peleas...” El final feliz de La naranja mecánica se ve matizado por la melancólica reflexión de Alex de que si bien él ya ha dejado atrás esa etapa, su hijo deberá atravesarla, y luego su nieto, y su bisnieto...
El enigmático título del libro, que básicamente alude a la condición de Alex después del condicionamiento que lo ha convertido en un hombre mecánico (el incurablemente finneganiano Burgess, que venía de pasar seis años en Malasia cuando comenzó la novela, no ignoraba que en la palabra inglesa orange se agazapa la malaya orang, “hombre”) adquiere en el último capítulo una explicación adicional: “Sí, sí, la juventud debe quedar atrás. Porque ser joven es como ser un animal. O más bien, como uno de esos juguetes malencos que se videan en la calle, como esos chelovecos de lata que les das cuerda y hacen grrr grrr grrr y sale iteando, como caminando, oh hermanos míos, pero camina en línea recta y se choca con las cosas, choca y choca y no puede evitarlo. Ser joven es ser como una de esas malencas máquinas... y así itearía todo hasta el fin del mundo, una y otra y otra vez, como si un bolche cheloveco, nada menos que Él, el viejo Bogo, hiciera girar y girar y girar una vona grasña naranja entre sus gigantescas rucas”.
La novela de Burgess se sitúa con justicia como tercer hito de la fértil tradición inglesa de las distopías o utopías negativas: de Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley, Burgess toma la idea del condicionamiento neopavloviano, el uso sistemático de drogas sintéticas y de la cultura hedonista y juvenil; de 1984 de George Orwell (1949), la imagen de un futuro totalitario hecho a partir de la combinación de lo peor del fascismo, del comunismo y del welfare state (estado de bienestar) capitalista. Algo en cambio que es propio de Burgess es su escepticismo acerca del rol educativo y liberador de las artes y la alta cultura. Tanto el futuro hedonista de Huxley como el espartano de Orwell coinciden en la necesidad de suprimir el arte, la música y la literatura para mejor someter a la humanidad. Burgess, con más tiempo para aprender la lección de Auschwitz (los nazis que dirigían los campos de concentración eran a la vez refinados amantes de Goethe, Wagner o Beethoven), convierte a su brutal protagonista en un exquisito degustador de la música clásica, algo que Kubrick aprovecharía a fondo en la película, obteniendo algunas de las secuencia más logradas: una patota violando a una joven con música de Rossini, la “Novena” de Beethoven con marchas nazis y bombardeos. Estos gustos musicales también vuelven a Alex, y a su violencia, mucho más atractivos, haciendo que la versión de Kubrick funcione como un tratamiento Ludovico al revés.
Al proyectar imágenes de violencia con música de Bach, Beethoven o Rossini, Kubrick vuelve más atractivas a las violaciones y las palizas, y el final cínico de su película, que presenta a un Alex irredento copulando con una rubia semidesnuda mientras fantasmagóricos personajes victorianos con máscaras a la Ensor aplauden en silenciosa cámara lenta, nos invita a confesarnos que preferimos irnos con un Alex curado no de su criminalidad, sino del condicionamiento que lo había vuelto un buen ciudadano.