Domingo, 13 de febrero de 2005 | Hoy
CON UNA HISTORIA PLENA DE ECOS MARíTIMO-LITERARIOS, KANAKA OBTUVO EL PREMIO JULIO CORTáZAR 2004.
Kanaka
Juan Bautista Duizeide
Alfaguara
126 páginas
Hacia la mitad de esta novela de Juan Bautista Duizeide, el lector descubre qué es “Kanaka”, la palabra del título. Y descubre que es la palabra con que el protagonista, una primera persona enigmática, preñada por un lirismo clásico, nombra un sitio, el lugar donde cumplirá su condena. Ese descubrimiento va de la mano de otro hallazgo paulatino: el lirismo del narrador es engañoso, hace de bambalinas o de telón a medio levantar. Lo que se aprecia, gradualmente, es una brutalidad doméstica, regional. De todos los mares posibles, la historia se recorta en un río del sur, el río más ancho.
El narrador ha sido navegante y de manera profusa se hace referencia a su pasado por “los mares del mundo” antes de concluir en éste, el sitio de su purga. Navegante, mares, condena, todo confluye a que ese sitio no sea otro que una isla. Y en el Río de la Plata hay pocas islas, y una sola es conocida por su nombre. El hombre está condenado y, de alguna manera, el ámbito adonde es confinado remitirá una y otra vez a sus viajes. Hasta aquí, Kanaka tiene los elementos necesarios para dar curso a un relato bien construido, con reglas precisas. Hay una literatura de mar, y hay una literatura que usa al mar. Respecto de la primera, Kanaka se declara tributaria desde el comienzo: “También a mí podrían llamarme Ishmael” (sic), dice el narrador, y Moby Dick y Herman Melville saltan a la vista. El “componente Melville” quedará en suspenso y será recuperado más adelante, con interesante osadía, reforzando lo que el autor, ya no el protagonista, evidencia como tributo. Respecto de la segunda, mar y río, de a poco, se funden en imaginario y lugar a partir del cual se construye el relato. Pero no hay peripecias ni viajes en el tiempo, sino apenas un puñado de remisiones a supuestos pesares, dolores, cansancios. Luego surge la causa del confinamiento: el crimen cometido, que no tiene conexión con la vida en el mar. Que sea un condenado a una prisión en el Río de la Plata tal vez justifique su melancolía, pero el protagonista no es vital como Ismael.
Si de metafísica en el agua se trata, Kanaka echa de menos a dos novelas. La primera por no estar, y la segunda por su omnipresencia. El río marrón es otro desde Sudeste de Haroldo Conti, y su influjo aquí sería un baño más fluvial y menos oceánico, más local y menos ecuménico, más Boga y menos fragata. La otra, en cambio, está en cada línea y Duizeide parece no ocultarlo. Su atemporalidad y belleza generosa prestan la poesía a la que este relato se aferra. Es La invención de Morel lo que se oye aquí y allá, en cada orilla. La sospecha es que un armazón tan literario produzca no más que un eco lejano de otros textos. El viejo y el mar, El extranjero, un conjunto eficaz. Y no está mal que eso ocurra, sólo que apenas sabremos qué ha sido y qué llevó a hacer lo que hizo a este criminal marítimo del novecientos.
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