Domingo, 13 de febrero de 2005 | Hoy
PEDIDO DE REEDICIóN
Por Juan Sasturain
Copi ya no es lo que era treinta, cuarenta años atrás: un fantasma. El incali-inclasificable dejó de ser hace décadas un raro inhallable, el argentino marginal en todos los sentidos imaginables. Incluso los editoriales. Con el tiempo, sus novelas y cuentos –ya fueran escritos en francés o en argentino– se difundieron largamente sobre todo en las ediciones de Anagrama; nunca fueron un éxito de ventas pero, más o menos accesibles y reeditados a las cansadas, ahí están. Se han puesto algunas de sus obras también –el aspecto más reconocido de su trabajo– e incluso desde el ensayo que le dedicó Aira ha habido varias aproximaciones críticas a su obra. Interesa cada vez más.
Sin embargo, hay toda una zona de la producción de Copi que, pese a ser muy extensa y la primera modalidad expresiva con la que se dio a conocer, ha quedado relegada, prácticamente oculta: la obra gráfica, las historietas de Copi.
Es sabido que cuando el jovencísimo Raúl Taborda se fue a París, a principios de los ‘60, lo que hacía y sabía era dibujar. En Tía Vicenta, en Cuatro Patas, en diferentes lugares ya mostraba sus extrañas cosas: nenas con moño y de lágrima única, gallinas, secuencias mudas y rarísimas. Allá ganó enseguida y su señora gorda sentada en diálogos homeopáticos con el sensible pollo a pie lo hicieron famoso en Le Nouvel Observateur y luego difundido en toda Europa. El inquieto Jorge Alvarez editó una selección en Los pollos no tienen sillas a fines de los ‘60 y Nueva Frontera de España un par de volúmenes más de maravillosas historietas largas en la década siguiente: Mamá, ¿por qué yo no tengo banana?, Las viejas putas y acaso algún otro. Después, nunca más en libro. Ya sería hora de hacerles lugar a las historietas de Copi: porque la gorda espera sentada, pero el pollo, pobre, sigue parado ahí.
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