Domingo, 22 de mayo de 2005 | Hoy
NOTA DE TAPA
La flamante edición argentina de los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (editorial Gorla) permite volver a visitar la figura siempre interesante de José Carlos Mariátegui (1894–1930). Considerado el primer marxista de América latina, su vida breve e intensa fue paradigma de la difícil relación entre vida intelectual y militancia política, entre el apego nacional y el cosmopolitismo. Los Siete ensayos revelan las facetas más agudas del “Gramsci latinoamericano”.
No vale la idea perfecta, absoluta, abstracta, indiferente a los hechos, a la realidad cambiante y móvil; vale la idea germinal, concreta, dialéctica, operante, rica en potencia y capaz de movimiento.
José Carlos Mariátegui, 1928
En noviembre de 1928 se publican, en Perú, los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Desde enero de ese año, Mariátegui anunciaba la próxima publicación en cartas a amigos. Si en esos meses algunas referencias –ni numerosas ni insistentes– indican la espera de la obra, luego de su edición el tono será el del lamento. A mediados del año siguiente escribe a Samuel Glusberg narrándole su soledad y el silencio, en la prensa limeña, sobre este libro: “No hace falta decir que se prodiga atención y elogio a la obra de cualquier imbécil. A esta pequeña conspiración de la mediocridad y del miedo, yo no le haría ningún caso. Pero la tomo en cuenta porque, en el fondo, forma parte de una tácita ofensiva para bloquearme en mi trabajo, para sitiarme económicamente, para asfixiarme en silencio.”
La importancia del libro fue señalada por cronistas e intelectuales de América latina. Mientras tanto, Lima se va convirtiendo en una cárcel para su autor. Alberto Flores Galindo reconstruyó las disidencias y polémicas que cercaron a Mariátegui durante sus últimos años de vida, en los cuales Buenos Aires aparecía como destino deseado y campo abierto de experimentación intelectual y política. En La agonía de Mariátegui describe las diferencias que provocaron la ruptura del director de Amauta con el APRA y el vínculo conflictivo con la Internacional Comunista. Eso por el lado de sus alianzas posibles y fracasadas. Por el lado de sus adversarios, desde el año 27 Mariátegui sería destinatario de la persecución policial ordenada por el extenso gobierno de Augusto Leguía.
Los Siete ensayos... aparecen como culminación de una estrategia política abierta y frentista, pero también como cierre de esas posibilidades. Obra mayor entre las escritas por el peruano, está organizada y definida por una intensa vocación política que si por momentos no aparece como tal –y asume los modos de una aventura intelectual– es porque el escritor no podía ejercer esa vocación sin ligarla a otras muchas búsquedas teóricas y estéticas. No hay ruptura, todavía, en estos ensayos, con el movimiento liderado por Haya de la Torre ni con la organización internacional de los partidos comunistas. No hay rupturas, pero sí se despliegan los argumentos y un cierto tono sensible que harían inevitables las colisiones.
De este libro se ha dicho –entre otros, Alberto Zum Felde– que constituyó uno de los grandes acontecimientos de la historia intelectual del Perú: un parteaguas, un umbral. Robert Paris –que inscribe a Mariátegui en la tradición del marxismo italiano, al que debería sus aprendizajes teóricos– considera que los Siete ensayos... inauguran un campo analítico, rompen con la tradición y crean sus propias reglas. José Aricó, un tenaz difusor de la obra del peruano, dijo que las interpretaciones de la realidad peruana configuran el “más grande aporte del marxismo latinoamericano a la causa de la revolución mundial”.
Menos elogiosos son sus contemporáneos. Salvo excepciones, los comentaristas tomaron sólo una parte del libro –alguno o varios de los ensayos– o se esmeraron en señalar la distancia entre lo que era el libro y lo que debía haber sido, descubriendo las conclusiones a las que el autor del libro debería haber arribado después de un arduo camino. Este modo de la crítica, contra lo que parece cuando se presenta casi reducida al absurdo, no es infrecuente: el que reseña despliega un supuesto saber de los resultados de una investigación –práctica, escrituraria– que no llevó a cabo.
La idea de desviación, presente en las críticas al lector de Sorel, participa de la misma idea de verdad o de saber. Se dirá que son las lecturas que se forjan desde las certezas de alguna ortodoxia, ya que sólo presumiendo un saber preexistente e indudable, se puede poner el sambenitode la desviación. Pero decirlo así lleva a una poco interesante inversión especular: el festejo de la obra del ensayista por su carácter heterodoxo. Al hacerlo se sigue usando la idea de desviación, sólo que valorizada positivamente. Aun muchos de los exégetas de Mariátegui quedan presos de esta rejilla interpretativa, que reduce tanto su obra como la compleja porosidad cultural de las izquierdas del siglo veinte.
La dicotomía ortodoxia/heterodoxia es usada, en general, para situar la obra del escritor de El alma matinal dentro de la tradición marxista. Aricó, en su empresa de recuperación de un marxismo latinoamericano y tercermundista, ha hecho considerables esfuerzos por demostrar hasta qué punto Mariátegui pertenece, con más derecho que sus detractores, a esa tradición. Nunca habría sido más marxista, desde esta perspectiva, que a la hora de confrontarse con la realidad peruana, cuando despliega el método para comprender una situación concreta antes que prenderse de abstracciones o dogmas. No es necesario volver a esa discusión que, tratada de un modo más rápido o simplificador, deviene sólo un problema de etiquetas o de nombres.
Eludir las ideas de desviación o de heterodoxia, entonces, significa tratar de otro modo la originalidad del pensamiento mariateguiano, evidente tanto en sus libros –por lo que distingue a éstos cuando se los coloca en la serie de los escritos en la década del ‘20, pero también en lo que resta del siglo– como en las cualidades excepcionales de Amauta. La revista que Mariátegui creó y dirigió desde 1926 hasta su muerte fue el intento más logrado –si se la compara con publicaciones de otros grupos intelectuales del continente– de aunar diversos caminos: “Vanguardismos en literatura y en arte. Desde ya. Pero que en la década de los veinte, a cada paso, provocativa, saludablemente, se entremezclan con el vanguardismo político”.
Nacida como tribuna generacional de los jóvenes del Perú –que venían de las movilizaciones callejeras de 1919 y de las aulas que habían bautizado Universidades Populares González Prada–, hacia su segundo año Amauta se abandera en el socialismo. La definición política es el hilo que enlaza una continuidad entre escritos de diversa procedencia y tenor: las discusiones sobre la universidad nacida de las luchas reformistas, el psicoanálisis freudiano, el indigenismo cultural y político, el arte vanguardista. Una estética incaica en las tapas y su nombre quechua indican la importancia que en ese conjunto heterogéneo tenía la recuperación de las tradiciones indígenas. La revista es original en el modo en que une lo diverso, colocando muy distintos materiales bajo una misma pregunta, bajo un mismo objetivo: la creación de un socialismo que no sea ni calco ni copia.
Un año antes de la fundación de la revista, Mariátegui editó su primer libro: La escena contemporánea. Reunió en él una serie de escritos en los que interpreta diversos acontecimientos de la política del mundo: el fascismo, la Revolución Rusa, la agonía liberal y la incapacidad del socialismo parlamentario para superarla, las vanguardias estéticas y los intelectuales. Es el balance político de su estadía en Europa, pero también un intento inusual de aprehender el sentido de la historia, de comprender qué campo de posibles se abre a la política revolucionaria en América latina.
Y si contemporáneo será un adjetivo tan preciso como recurrente, en los artículos de Mariátegui repica en una doble reiteración: lo nuestro, lo nuevo. Una definición generacional, pero también un ademán de apropiación respecto de la época y de su sentido. El Viejo Continente deviene así laboratorio, ámbito de experimentación que el latinoamericano observará con atención. Años después diría que por aquellos caminos descubrió América: “Europa me reveló hasta qué punto pertenecía yo a un mundo primitivo y caótico; y al mismo tiempo, después de mi regreso, yo tenía una conciencia clara, una noción nítida. Sabía que Europa me había restituido, cuando parecía haberme conquistado enteramente, al Perú y a América.”
Europa y el Inkario, la vanguardia y la tradición, lo cosmopolita y lo nacional no son alternativas excluyentes en su prosa. Más bien, desarma esos polos. Lo más viejo, dirá pensando en la tradición incaica, puede ser lo más nuevo. Siempre que no sea repetición folklórica o ademán sacralizador: comprender lo antiguo, reclama en otras páginas, es posible sólo si se lo vincula a la imaginación de lo porvenir.
Las referencias a Europa –la idea con la que abre sus Siete ensayos: “No hay salvación para Indoamérica sin la ciencia y el pensamiento europeos u occidentales”– no son meras provocaciones a quienes lo han considerado, con desdén, europeizante. Contra aquellos que ven una ineluctable decadencia de Occidente, sostiene que la crisis afecta algunos rasgos del pensamiento europeo, mientras otros gozan de potencia crítica y constructiva. El marxismo aparece como lo más avanzado del horizonte científico y cultural del momento, y mantiene sus potencias en tanto es capaz de mantener una fuerte disposición para ser impregnado por otros pensamientos y de sujetar sus afirmaciones a la composición con la realidad.
El estilo de Mariátegui proviene, en parte, de la concisión periodística. Estilo de frases cortas, de adjetivación rápida, de construcción de imágenes. Carece de morosidad, quizás para adecuarse a una época de férrea pasión por la técnica y el movimiento. Y en parte proviene, como ha señalado Angel Rama, del trabajo de devastación de la retórica que inició González Prada en las letras peruanas: “Su oposición frontal a la lengua arcaizante, gozosa de la ornamentación palabrera, oponiéndole una lengua precisa, destilada como un alcohol refinado, en la línea aristocrática del enciclopedismo, ha de determinar los comportamientos poéticos de Eguren, pero también el idioma riguroso y acerado de Mariátegui”.
Los adjetivos elegidos por Rama son precisos: la lengua mariateguiana es rigurosa y acerada. Es, también, una escritura de polémica y de afirmación de un lugar de enunciación personal. Desdeña toda apariencia de imparcialidad para tomar las galas de un compromiso completo con lo pensado y escrito. La fuerza persistente de sus páginas no es ajena a esta cualidad. Si en la “Advertencia” anuncia la decisión de contribuir a una crítica socialista, en “El proceso de la literatura” se distancia de la neutralidad crítica: “Mi testimonio es convicta y confesamente un testimonio de parte”.
Esa toma de posición unifica los diversos ensayos, pero hay diferentes tonos –más distanciados, más afirmativos– en ellos. Mientras el análisis del factor religioso hace suyos los modos de una antropología de las creencias, en la que se combinan las referencias teóricas con la recuperación de datos históricos, el planteo del problema del indio es un escrito de combate, que se coloca al interior de los debates entre las distintas corrientes indigenistas para pugnar en pos de aquélla –la que se liga al nombre de Valcárcel y los intelectuales cuzqueños– que imagina la compatibilidad entre indigenismo y socialismo. Tonos distintos que se usan para desplegar, desde perspectivas convergentes, el tema central de los ensayos. Porque se comprende la importancia de la religión en la vida comunitaria cuando se muestra, en el ensayo sobre el indio, que la religiosidad inherente a ciertas prácticas colectivas supervivientes es condición de posibilidad para la conformación de una subjetividad política revolucionaria. El ensayo antropológico se coloca al servicio de la apuesta fundamental.
La mayor originalidad del pensamiento de Mariátegui parece estar en el desplazamiento del indio del lugar de víctima o merecedor de asistencia paternal hacia la posición de sujeto de la política emancipadora. Perosería más bien una originalidad de la realidad peruana, antes que de la teoría del autor de “El alma y el mito”. La innovación se origina en el apego consecuente de su análisis y de su imaginación política a esa realidad.
Esto es claro respecto de las fuentes de dos temas centrales de los ensayos. El primero ha sido señalado por Robert Paris: las diferencias del peruano con el grupo ordinovista italiano (se puede colocar aquí el nombre del más conocido de sus integrantes para los lectores argentinos: Antonio Gramsci. Las coincidencias entre su obra y la de Mariátegui han sido muchas veces señaladas, pero no dejan de resultar sorprendentes) se deben al hecho de que no es el proletariado turinés el terreno de su intervención práctica, sino las comunidades incaicas y los escasos núcleos de obreros organizados. Sobre el segundo ha puesto la atención Oscar Terán: la presencia del problema de la nación, en sus escritos posteriores al año ‘24, debe entenderse como respuesta a una carencia, a una tarea inconclusa en el Perú. Dialéctica de ausencia y construcción que lo lleva a su hallazgo mayor: la nación irrealizada aún podrá ser construida al mismo tiempo que el socialismo, y en esa doble empresa las masas indígenas tienen un papel relevante.
En los Siete ensayos... se narra la historia de un doble fracaso: el de la construcción de una nación peruana y de un régimen de producción capitalista. Migrantes de una España medieval, los colonizadores fueron incapaces de sustituir la civilización y el modo de producción derrotados. Los españoles se contentaron con succionar los bienes naturales, destrozar las vidas –despreciando como riqueza la cuantiosa mano de obra aborigen-florecer o decaer al lado de la población indígena. Así, la historia del Perú es la de modos de vida coexistentes y bifurcados, y la de la exclusión de la mayor parte de su población. Las resistencias indígenas, insistentes y violentas, son la señal de ese fracaso nacional. Porque tampoco los gobiernos nacidos de la independencia resolvieron las tareas pendientes. Ahondaron el fracaso, pese a que su camino estaba empedrado de buenas intenciones. Y si a los colonizadores les había faltado espíritu capitalista, a los independentistas les faltará burguesía: no será una clase moderna y pujante la que domine la economía peruana sino una mera mutación de los terratenientes de costumbres feudales.
No hay nación bajo el nombre de Perú, y en gran parte se debe a la ausencia de una burguesía inteligente capaz de conducir, al mismo tiempo, la integración nacional y el desarrollo económico. Esa es la primera tesis –insisto– o el diagnóstico central. Que se corresponde con la apuesta política: esas tareas ya no corresponden a las clases dominantes peruanas, sino que la energía para hacerlas realidad está en las fuerzas populares. La modificación del régimen de propiedad de la tierra es la condición para que esas tareas se concluyan y la organización de obreros y campesinos es la vía política de su realización. Lo que narra Mariátegui es la historia de un fracaso y de una posibilidad: si el primero requiere un analista lúcido, la segunda tiene por agente a un activista consecuente.
La originalidad mariateguiana, entonces, no proviene de una argucia teórica, de una lectura mejor hecha, o de una invención afortunada, sino que se debe al apego a una realidad en la que se sitúa bajo la exigencia de la transformación. Su vocación política y el realismo con el que intentó desplegarla producen sus innovaciones más sorprendentes. Desde su retorno, en 1923, del largo viaje europeo, además de su abundante obra periodística y teórica, el joven autodidacta fue dejando sus huellas en los movimientos políticos del Perú. Integrante del APRA desde su surgimiento en el ‘26, luego de la ruptura en el ‘28 fundaría el Partido Socialista del Perú. Cultivaba los vínculos con las asociaciones indigenistas y con militantes obreros. Destinado a ellos estaba el periódico Labor, intentado como una intervención menos definida ideológicamente y de alcances más amplios que Amauta.
Luego de su muerte se multiplicaron interpretaciones falaces de su vida y su obra. Entre las más recurrentes estuvo la de considerarlo un gran intelectual pero desprendido –a causa de su cuerpo mutilado y sus pasiones teóricas– de la actividad militante. De ese modo, su antiguo compañero y contrincante, Haya de la Torre, quedaba colocado como el indiscutido líder de la juventud peruana. Basta recorrer cualquier biografía del intelectual limeño para advertir lo caudaloso de sus iniciativas políticas. Pero no importa aquí el dato biográfico sino la presencia de esa vocación en la articulación de sus obras. La política es una presencia manifiesta en la construcción de los Siete ensayos...: en el tono a veces demostrativo y otras polémico, en el estilo casi de manifiesto de algunas de sus páginas, en el método de composición.
Según advierte, descreía de los libros unitarios y sólo desplegaba las escrituras que lo asediaban, los problemas que lo conmovían. La heterogeneidad de los ensayos es visible, así como sus tensiones. Arrastran hasta nosotros una época de escritura, cierto estado de la cultura y de las teorías. Lo que asombra de los ensayos mariateguianos es su capacidad de quedar sustraídos al destino de esa época. Es difícil imaginar ahora una tarea de investigación y escritura similar. No sería posible en los ámbitos académicos donde la especialización es creciente y las disciplinas fragmentan toda totalidad, ni sería posible en los ámbitos partidarios vueltos campo árido para la experimentación. La idea de historia y la de razón han perdido la fuerza que en ese momento portaban, y que permite el fluir polémico y reflexivo de los Siete ensayos.... Si algún Pierre Menard quisiera volver a escribirlos, chocaría con los obstáculos provocados por las actuales desconfianzas en esas ideas.
Difícil tarea, pero no imposible ni inactual. Porque persiste la necesidad, entiendo, de hilar esos tejidos de múltiples causalidades alrededor del núcleo productivo de las sociedades. No se puede presumir cómo o quiénes podrían hacerlo, pero es obvio que dicho oficio interpretativo no está alejado de las terrestres búsquedas de emancipación.
Ninguna obra puede reescribirse, pero algunas se dejan leer. Mariátegui es, todavía, nuestro contemporáneo, aquel que ha escrito algo necesario para esta época, el nombre –como ha dicho Horacio González– “de una discusión que nunca se cierra”. Su obra puede ser leída como uno de los momentos más altos de la vasta empresa intelectual y política que desplegaron las izquierdas durante el siglo veinte: la aventura de comprender y transformar el mundo.
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