Domingo, 19 de junio de 2005 | Hoy
Siempre me llamó la atención que la escritura de Saer se correspondiera tan poco con la imagen física de Saer. ¿Acaso debería ser de otra manera? Por supuesto que no; sin embargo, cada vez que leo y veo a sus más estrictos contemporáneos argentinos tropiezo con esa misma sensación. Pienso en el escritor de relatos de iniciados y ahí nomás reconozco la pipa y el ajedrez; en la severidad de otro, fotografiado delante de una biblioteca con estantes metálicos o al cruzar la calle con un detectivesco impermeable en una atmósfera artificial; en la airada provocación de quien contaba sentarse a escribir en un Pumper Nic de Flores; en la desmesurada altura de los bigotes de otro, sólo comparable a su realismo delirante; o en la sonrisa y el tostado tropical del novelista que coleccionaba películas de los ‘40. Ninguna de esas marcas hace al trabajo de los escritores aludidos, apenas son gestos. Lo mismo podría decirse del mechón rabioso de Arlt, el semblante juvenil de Cortázar, los anillos de Mujica Lainez, y la pose de diestro guitarrista en una foto de Macedonio. Tal vez porque significan nada, o casi nada, se haga ostensible la diferencia entre la escritura de Saer y la imagen de Saer. Su estilo respirado, terso, sin ripios, siempre preciso, ralentado donde se esperaría que acelere y viceversa; es decir, ese perfecto fraseo saeriano contrasta con el desborde de su cuerpo que tironea enfático los botones de la camisa, tanto como la desmesura en el hablar, en opinar y en reír.
Para descartar lo que digo sólo bastaría la propia renuencia de Saer hacia los datos biográficos de los escritores. Era intransigente en ese aspecto. Dice en una entrevista con Graciela Speranza: “Cuando leí el Ulises, Dublín era como Santa Fe. Después, cuando vi fotos de Dublín en la época de Joyce me decepcioné: se parecía demasiado a la realidad”. Si la literatura debe superar la pretensión de parecerse al mundo, ¿por qué la imagen física de un escritor habría de asemejarse a su estilo? Aun así, más allá de las sentencias conclusivas de los propios autores y los críticos, por qué pensar el asunto sólo con la lógica de las apariencias (representación mimética o no) en vez de dejarnos arrebatar por los contrastes, que no sabemos hacia dónde se conducen pero van. Los dos Saer de mi sorpresa no se parecen entre sí, ni debieran, y, sin embargo, son inseparables en sus narraciones en las que se toman las cosas para agarrar el hueco que ellas van a dejar. No hay en eso pleonasmo, sinonimia, ni localismo, sino el trabajo de un novelista en “la selva espesa de lo real” que es el mundo entero.
Mi inexplicable atención tal vez, debo confesar, tenga otro motivo, el mismo que me embargó al enterarme de la muerte de Manuel Puig. Ya no voy a poder esperar una nueva novela de Saer, ya no voy a poder leerla a mitad de una noche fresca, con un vaso de ginebra, mientras muy cerca el plata del río insiste en ser barro.
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