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Domingo, 10 de julio de 2005

JAVIER CERCAS

De prisa, de prisa

Después del rotundo éxito de Soldados de Salamina, el español Javier Cercas está de regreso con una novela tan pesimista como vital acerca de la amistad entre un escritor y un ex combatiente de Vietnam.

Por Juan Pablo Bertazza


La velocidad de la luz
Javier Cercas
Tusquets andanzas
305 págs.

En su hermoso relato “Un lugar limpio y bien ventilado”, Hemingway no duda en revelar cierto descreimiento religioso: “Nada nuestra que estás en la nada, nada sea tu nombre, venga a nosotros tu reino de la nada, hágase tu nada, así en la nada como en la nada”. Bob Dylan aullaba en It’s allright, Ma (I’m only bleeding) un escepticismo de similar vitalidad: “Te das cuenta demasiado pronto de que no tiene sentido entender nada”. Un cuento leído y citado incesantemente por los personajes de la novela y una canción que le sirve de acorde a cada uno de sus dramáticos movimientos; en definitiva, ese escepticismo que tan bien saben expresar los norteamericanos que no cuajan del todo en el mundo impregna el espíritu de La velocidad de la luz, quinta novela de Javier Cercas, el joven escritor español que recibiera unánimes elogios de personalidades tan disímiles, pero todas destacadas como Roberto Bolaño y Mario Vargas Llosa. Y que ha demostrado una inusual valentía en los cruces que propone entre literatura y biografía, poniendo en escena el propio proceso de escritura y ridiculizando –o tal vez homenajeando sutilmente– a los postulados estructuralistas que se desvivieron por separar obstinadamente los tantos entre autor y narrador.

Y fue con Soldados de Salamina que conquistó obedientemente todos los clichés del éxito (más de un millón de ejemplares vendidos, traducciones a idiomas que se ignora dónde son hablados y versión cinematográfica a cargo de David Trueba); una novela en la que había trabajando el apasionante tópico de los twists of fate, a partir de las vueltas del destino de Rafael Sánchez-Mazas, un hombre que salva milagrosamente su vida en el cruento contexto de la Guerra Civil Española.

A cuatro años de semejante revelación, llega La velocidad de la luz. Un escritor español mediocre que “aspiraba a fracasar pero no a fracasar sin más ni más y de cualquier manera: que aspiraba a fracasar de una forma total, radical y absoluta”, recibe una oferta que le cambiará la vida: un inesperado puesto de profesor de español en una universidad de un pueblo perdido del Medio Oeste estadounidense. En Urbana, un suburbio de Chicago, conocerá a Rodney Falk, hombre aparentemente vulgar y marginado, además de ex combatiente en Vietnam, con el que irá entablando una relación fundida a fuego por el amor al arte en general y a la literatura en particular. Falk generará una fascinación extrema en el protagonista con su inesperada agudeza irónica, propia del Lord Henry de El retrato de Dorian Gray, y sus potentes citas, como aquella perla (justamente) de Oscar Wilde: “Hay dos tragedias en la vida. Una es no conseguir lo que se desea. La otra es conseguirlo”. Con este intrigante personaje el protagonista se irá fundiendo hasta rozar la simbiosis, volviendo más complejo aun el ya tortuoso juego que propone el libro al trazar continuos paralelismos entre mundo ficticio y mundo real.

Siempre insinuada de manera teórica pero nunca tenida suficientemente en cuenta, la accidental circunstancia que marca las fronteras de lo que es el éxito y lo que es el fracaso aparece también grabada en la velocidad de la luz, que es la sensación de vértigo y fulguración experimentada cuando se vive tan de prisa que se cree estar viendo el futuro. Como una insignia de nuestra era posmoderna, a la deriva entre la nostalgia por el pasado inmediato y las confusas sensaciones de déjà vu, La velocidad de la luz es el arma de alienación con que las guerras transforman a los soldados en auténticas máquinas de matar, al mismo tiempo que no los salvan de su lugar de víctimas. La novela le pasa el trapo a un período que va desde Vietnam hasta Irak, y, en todo caso, no ahorra ninguna precisión expresiva para demostrar que lo peor de la guerra no es su terrible sinsentido sino el poder de convicción que adquiere su patético absurdo en el alma de los hombres.

La velocidad de la luz puede ser tildada de novela oscura o pesimista. Sin embargo, como en el caso de Dylan o Hemingway, nos recuerda una hermosa esperanza. A diferencia del absurdo de los ‘50, cuyos embajadores (Camus, Ionesco o Beckett) no confiaban demasiado en una salida posible a partir de las obras de arte, lo que propone Javier Cercas es que la única herramienta para dotar a la realidad de un sentido o, al menos, de una ilusión de sentido parece ser la literatura. El nunca bien ponderado poder creativo de las palabras, de principio a fin, define y estructura esta novela que, a manera de cajitas chinas, es la historia de su propia escritura y, a su vez, la de todo aquel que se propone vérselas con la literatura. Y es que su sólida masa escrituraria, con capacidad suficiente como para volver reversible –incluso– al pasado, hace trizas la creencia conservadora en lo constante, incrementándose indefinidamente a medida que se va aproximando a los 300.000 kilómetros por segundo.

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