Domingo, 10 de julio de 2005 | Hoy
Neruda, Cortázar, Vargas Llosa, Antonio Di Benedetto, Carlos Correas, Héctor Tizón, Julio Ramón Ribeyro, son algunos de los nombres que desfilan bajo la mirada siempre atenta y concentrada del crítico y docente Jorge Lafforgue. Cartografía personal (Taurus) reúne entrevistas y ensayos diversos sobre su gran pasión: los escritores de América latina.
Por Angel Berlanga
“Mi inveterada pereza, mis escasas aptitudes y un constante acoso laboral me han impedido producir –tal vez para bien del lector– un libro hecho y derecho”, anota Jorge Lafforgue en la Advertencia general con la que abre Cartografía personal. Escritos y escritores de América latina, en el que reúne trabajos publicados y republicados en muchísimos medios a lo largo de las últimas cuatro décadas, desde los comentarios críticos de 1965 en torno de La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa, hasta su respuesta de este año al profesor Jorge Panesi acerca del cruce entre la historia y la crítica. Para bien del lector, en este libro en el que predomina un tono que anda bastante lejos de la solemnidad y el ego cegador, Lafforgue da cuenta de decenas de miradas de variado ancho, largo y profundidad acerca de autores, problemáticas, obras y saltos evolutivos de la literatura latinoamericana durante el siglo XX.
Cincuenta años atrás estudiaba Filosofía en la UBA, publicaba sus primeros poemas, cuentos y artículos, y era uno de los fogoneros de la revista Centro, a la que define como “punto de arranque o, mejor, semillero de Contorno”. Hoy, a poco de cumplir los 70 (nació en Esquel el 28 de noviembre de 1935), es profesor en la facultad en la que estudió, dirige Editorial Alianza y debuta con este primer libro hecho y derecho en el que no se incluyen, por ejemplo, los estudios críticos que hizo sobre Rodolfo Walsh, Horacio Quiroga o Leopoldo Marechal, considerados fundamentales para entender a fondo sus obras. Ni los ensayos sobre narrativa policial, Asesinos de papel, que hizo en yunta con Jorge Rivera.
Cartografía personal es un trabajo fragmentario que conforma un mosaico en el que conviven sus textos periodísticos (entre otros medios, escribió en Crisis, Siete Días, Panorama y La Opinión) y académicos, en la mayoría de los casos contextualizados con notas específicas escritas en los últimos meses. El recorrido plantea, inicialmente, entrevistas hechas en los ‘70 a figuras fundantes (Borges, Neruda y Jorge Amado), más trabajos críticos sobre el boom en general y Vargas Llosa en particular. La segunda parte, Historias de los ‘80, incluye una ponencia sobre narrativa argentina durante la dictadura y un retrato-reportaje a Antonio Di Benedetto. La tercera, Umbrales, agrupa prólogos, entrevistas y presentaciones varias, con Monterroso, Bioy Casares, Tizón, Leñero y el notable Julio Ramón Ribeyro como protagonistas. Para el final, Caminos compartidos, Lafforgue destinó los retratos de amigos que ya murieron: León Sigal, Germán Rozenmacher, Carlos Correas, Oscar Masotta y Angel Rama. “Sabores, sensaciones, afectos, experiencias que no se olvidan y renuevan –escribe, apuesta, Lafforgue–. Recuperar entonces lo que uno ha hecho, que es lo que uno ha sido y sigue siendo.”
¿Por qué le caen críticas tan destempladas al boom y a sus autores?
–En el fenómeno hubo componentes políticos, estructurales y económicos, con ejes en La Habana, Barcelona –con Seix Barral y Carmen Ballcels– y Buenos Aires, con Sudamericana y Paco Porrúa, y sobre todo Primera Plana. Ese momento de euforia sociopolítica, o de cierto optimismo, empujó a la cresta a los cuatro autores más emblemáticos. Entre ellos se estableció una relación y actuaron un poco mafiosamente: esto es así. Después se pelearon, pero en ese momento eran íntimos, todos. Y se autoalimentaban: Carlos Fuentes y Vargas Llosa elogiaban a García Márquez, y todos a Cortázar, y así. Aunque no se lo propusieran, eran un grupo bastante cerrado. A los que quedaron al margen no les gustó mucho, claro. Y había personajes muy importantes; recuerdo que Puig, pese a que tenía bien armado su aparato, al comienzo tuvo bastantes problemas: él fue uno de los que quedó al margen de esa órbita del boom. Lo mismo pasó con los padres que estos mismos personajes reconocían, sus grandes antecesores; por descuido, o por lo que fuere, dejaban de lado ciertos nombres. Y uno después se preguntaba: “¿por qué tanto hincapié en éste y no en este otro?”. Eso provocó estas rencillas, diría, domésticas. Pero el peso de la cuestión hay que ponerlo en que durante esos años hubo una promoción de narradores y obras de la san puta, que tras el modernismo y las vanguardias consolidaron la literatura latinoamericana: es en el siglo XX que se afirma, se agiganta y adquiere un estatus que no tenía.
¿Disminuyó la intercomunicación entre los escritores latinoamericanos?
–En los años ‘60 era mucho mayor, y después se fue rompiendo. En ese sentido La Habana y la revolución castrista, que recién se imponía, funcionaban como foco; el premio Casa de las Américas y las reuniones allí tenían mucha fuerza. La gran mayoría de los intelectuales adherían, o eran cercanos. Después se fueron separando, el caso de Vargas Llosa, y ni digamos Cabrera Infante. Pero tras el optimismo de los ‘60, las dictaduras del continente en los ‘70 fueron cerrando fuertemente esta especie de diálogo fluido. Tal vez ahora se empieza a reconstituir ese tejido, pero de otra manera. Escritores mexicanos como Jorge Volpi son leídos aquí, por ejemplo, y en España se lee a algunos autores argentinos.
¿Es en la literatura que se consiguió, de alguna forma, y mucho más que en campos como la política, lo latinoamericano?
–Es cierto que esa utopía, ese enunciado, y creo que ese proyecto, de alguna manera válido, de una América latina unida, no se verificó en el siglo XX. Incluso hubo peleas: preguntales a los bolivianos por los chilenos. Efectivamente, si estamos de acuerdo con Marx y compañía en que la literatura es una superestructura, en ese sentido permitió una unidad. Se había dado con el modernismo, con Rubén Darío, Martí, o Rodó, y en los ‘60 se dio con más énfasis. Hay una unidad, aunque con diversidades territoriales dadas por zonas, no por países: está claro que la literatura rioplatense no es lo mismo que la caribeña, o la andina. Hay marcas en cada una de esas zonas y escritores que las ejemplifican muy bien.
Se ocupa especialmente de Vargas Llosa, un personaje que al mismo tiempo lo atrae y le revuelve las tripas.
–Sí, son esos amores de juventud, o como quiera llamarse. Sus primeras novelas, La ciudad y los perros, Conversación en la catedral y La casa verde me siguen pareciendo realmente fundamentales. De una crítica que le hice quedó una relación, pero luego, con sus cambios, que cada vez han sido más radicales... Aunque no es un mérito, yo he conservado ciertas adhesiones ideológicas. Puedo haber cambiado algo por cosas que la edad me ha demostrado, pero cuando lo conocí compartíamos códigos...
Izquierda, digamos.
–Izquierda; Sartre, por poner ahí al gran referente. Y él ahora... no es sólo que se pasó a Camus: en uno de sus últimos artículos insinúa que Sartre había sido colaboracionista, unas cosas bajas. A veces se pasa de rosca. Es un buen periodista cultural, aunque uno no comparta cosas. Pero quiere estar en todo a la vez: ese es el último rasgo sartreano que le queda.
Usted señala, en un texto de los ‘80, que tras el franquismo en España o la dictadura argentina no había surgido una obra fundante. ¿Opina lo mismo ahora?
–Ahí señalaba que una euforia política o social no necesariamente viene acompañada de una euforia o novedad en las artes. A veces existen esas contradicciones, o se dan un poco después. Mi respuesta hoy puede sonar como evasiva, aunque no lo sea: en algún momento escribí, reflexionando sobre la literatura argentina, que los que seguían marcando huella eran los grandes, Arlt, Borges, Marechal. Y en ese momento estaban las producciones de Saer, Walsh, Puig, una renovación importantísima, sin duda tan grande, o casi, como aquélla. Tal vez hoy haya escritores renovadores. Creo que hay una gran efervescencia, muchísimos escritores, algunos buenísimos, pero no tengo la suficiente perspectiva, o las suficientes lecturas, o quizás ya estoy out. Creo que la literatura argentina está bien: en poesía, en dramaturgia, en narrativa, en crítica. No estamos en la desgracia total, como algunos dicen. Pero no podría decir si es Piglia, o Fogwill, o Sasturain, o Aira.
¿Qué le parece la obra de Aira?
–Tendría que leerlo más, pero escribe mucho el desgraciado. Cuando estaba de jurado para el Premio Nacional empecé a leerlo y dije: “Qué bueno, qué poder de observación, qué prosa...”. Y de repente empezó a dispararse una cosa... No es que el tipo sea estúpido, lo hace con algún propósito, sin duda. Pero no termino de entenderlo. Tal vez sea cortedad mía. Pero evidentemente, digo no. Tanto que ese premio se lo dimos a Fogwill, que por más loco que sea, porque es tanto como Aira, o más, a veces leés sus textos y decís “no, tan loco no es”.
¿Por qué usted no escribió más ficción?
–No escribí mucha ficción. Empecé con cuentitos, y bastante poesía. Pero en realidad no fue una elección muy consciente: me fui ganando la vida en el periodismo cultural, en la actividad editorial, en dar clases, y eso me llevó a hacer este tipo de trabajos. La poesía fue una cosa más reservada, casi no la hice pública. Me hubiera gustado escribir una gran novela, o un gran libro de poesía, antes que estas cositas.
Algo así escribe en el tramo final del libro.
–Sí, en “Consideraciones adversas”. Jorgelina Núñez, la lectora de la editorial, ayudó muchísimo en el armado final del libro y me hizo señalamientos que mejoraron mucho el texto. Pero a algunos no les hice caso; de esa parte me dijo que me tiraba mucho abajo. “No, es lo que pienso, así es la cosa”. Y así quedó.
Hay cierta tristeza en la última parte: la evocación a los amigos muertos...
–Sí, yo lo pensé, también. Esa parte remite al comienzo, cronológicamente, a los años ‘50 y ‘60. También había puesto un par de notas sobre amigos vivos, pero después dije no, a ver si van a formar parte del panteón.
Sin embargo, el tono que predomina es bastante desacartonado, por tramos irónico. Pega sus palos, también: a Sebreli, por ejemplo.
–Me da lástima, porque soy amigo. Eramos amigos comunes de Masotta y Correas, y no comparto para nada su visión mezquina sobre ellos. Siempre está batiendo el parche, no sé si para enaltecerse a él mismo.
Con respecto a Correas, usted traza una especie de crónica de su relación con él. ¿Qué opinión tiene de su obra?
–Es una producción extraña, y no muy amplia. Era un tipo de una gran capacidad intelectual que conocía mucho de filosofía. Cuento una anécdota: no hace mucho, en Losada, insistían con hacer una nueva traducción de Nietzsche, aunque en Alianza ya habían sido hechas las mejores. Me encargaron eso y empecé a ver el panorama: todo confluía en Correas. No porque fuera un gran especialista, pero tenía las obras de Nietzsche, sabía muy bien alemán, y además estaba retirado económicamente, así que no le venía mal. Se lo ofrecí y me pidió pensarlo. Unos días después, me dijo: “Mirá, las de Alianza son imbatibles. Doy un paso al costado”. O sea, de una gran honestidad intelectual. En cuanto a la narrativa, dejó alguna cosa inédita... Aunque no me parece un gran narrador, creo que sus relatos tocan situaciones nodales, y por eso es importante. De hecho, la mala repercusión que tuvo “La narración de la historia” (nota: el cuento publicado en Centro en los ‘50 por el que Lafforgue y Correas fueron condenados ya que se consideró que el cuento era pornográfico) tenía que ver con eso: creo que fue un texto revolucionario. Correas unía dos aspectos: por un lado era súper puntilloso, medido, casi obsesivo respecto de su formación en filosofía; su literatura, por otro, abordaba problemáticas revulsivas. Su estudio sobre Arlt, que cabalga un poco sobre esos dos aspectos, no tuvo la bola que merece, y es un trabajo importante.
¿Escribir es desordenar?
–Eso es algo que deslizo por ahí, en un fragmento semifilosófico, semiteórico, en el que me mando la parte. Lo mismo que en otro que se llama “Wittgenstein”: son reminiscencias de un filósofo frustrado. Yo asumo que de alguna manera los académicos, los historiadores, ordenan y el escritor desordena, en tanto que reflexiona, piensa el mundo y lo revuelve. Me parece más valioso desordenar, porque para ordenar somos muchos.
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