NOTA DE TAPA
La obra del enigmático Thomas Pynchon (el único escritor del siglo del que no se conoce su cara) es una de las más influyentes en la literatura norteamericana de posguerra. A poco más de treinta años de la aparición de El arcoiris de la gravedad, el editor de Doubleday Gerald Howard recrea la atmósfera de aquellos años en los que la entropía aplicada a la literatura dio a luz a un nuevo modo de escribir. Además, opinan sobre el autor invisible Don Delillo, Jeffrey Eugenides, Lorrie Moore y Richard Powers.
Por Gerald Howard
En 1973, El arcoiris de la gravedad de Thomas Pynchon impactó en mi cerebro y explotó como si fuera un misil V-2. Era precisamente el libro que necesitaba en ese entonces, lo que resulta revelador acerca de mi condición mental y espiritual en aquel momento. Atención: eran los ‘70. El país estaba hundido, y yo también. Un humor negro como el alquitrán, dificultades que te aplastaban, una paranoia rampante, la entropía que avanzaba a pasos agigantados, una perversidad que hacía que se nos cayeran las mandíbulas de asombro: la historia parecía una conspiración de las fuerzas conjuntas de la tecnología, la muerte y el Control. Todo eso. Pero yo prefería que a mi espíritu lo aplastara una gran novela norteamericana antes que las humillaciones cotidianas de mi primer año de vida posuniversitaria y las desmoralizaciones culturales y políticas de la era. El año anterior, me había graduado en Cornell, alma mater de Pynchon, con una licenciatura en Literatura Inglesa instrumentalmente inútil –al menos, en los términos de aumentar mis probabilidades para conseguir empleo–. Me vi de nuevo viviendo, aturdido y confuso, en mi barrio natal de Bay Ridge, en Brooklyn. Si digo que crecí precisamente en la misma calle que el Tony Manero de Fiebre del sábado por la noche, creo que se puede empezar a entender mi situación. Luego de seis semanas caminando Manhattan de arriba abajo en busca de un empleo para “graduado universitario” –llevando conmigo, y aquí me estremezco, un ejemplar usado de Ada, de Nabokov, para leer en los momentos muertos– conseguí un trabajo donde no me sentía motivado, como el más insulso pasante en la historia del periodismo amarillo. Lisa y llanamente, yo era un enorme problema para mí mismo (y para mis pobres padres) y el mundo no acudía a socorrerme.
Ante la ausencia de cualquier otra alternativa, decidí arrancarme del abismo de la desesperación a fuerza de leer. Nuestra lista, a veces bromeo, se basaba en tres principios: nada más simple que Donald Barthelme; nada menos gótico y desesperado que Harry Crews; nada más atractivo y menos denso que William Gaddis. Avidos de alcoholes fuertes y de música furiosa, nos zambullimos precipitadamente en los matorrales de los primeros posmodernos norteamericanos, perdiéndonos en el parque de diversiones con Barth y Abish, Coover y Elkin, Reed y Sukenick, Mathews y Sorrentino (¡un chico de Bay Ridge!), Gass y Hawkes. Desde luego, nos importaban poco los Grandes Nombres estándares. Bellow se había puesto imposible con su grosera Mr. Sammler’s Planet; Cheever y Updike eran demasiado suburbanos; Vidal escribía novelas históricas con tramas, por el amor de Dios (enormes ensayos, sin embargo); y Malamud era un sedante pero no nuestra clase de sedante. Sólo dos Grandes Nombres escapaban a nuestro desdén: Philip Roth, como resultado de todo el brillante problema que provocó con Portnoy’s Complaint, y Norman Mailer, por su rabia en contra de la máquina dirigida en todas las direcciones.
***
Y entonces llega el Comandante Pynchon, como un entero gobierno en el exilio que consistiera en un único hombre, que desciende desde las montañas hacia la capital de la conciencia norteamericana pertrechado con algo así como la última y más moderna arma: El arcoiris de la gravedad.
Fue nuestro gran libro. Un texto visionario e instructivo que condensaba en nuestra propia época todo lo que era posible decir acerca del sentido y el significado de la historia de la posguerra. Y el universo literario apoyó mucho esta idea. El arcoiris de la gravedad recibió el National Book Award en 1974, junto a –en una decisión extraña y dividida– Crown of Feathers, de I. B. Singer.
La novela de Pynchon tomó residencia en mi cabeza en términos de cima del descubrimiento poshumanístico, una obra finalmente adecuada para la belleza y el terror de un mundo transformado completamente por la ciencia y la tecnología. Y de algún modo conseguí mi primer trabajo en el mundo editorial, lo que me llevó al puesto de asistente de editor en Viking Penguin, y lo que me llevó, de manera casi natural, a mi primer encuentro con Corlies M. Smith, que durante mucho tiempo fue el editor de Pynchon (universalmente) llamado Cork.
Cork había sido el joven editor asociado de una casa editorial de Filadelfia llamada Lippincott. En 1960 compró uno de los primeros relatos de Pynchon, “Low-lands,” para la revista literaria New World Writing.
Antes, Cork había visitado a su nuevo escritor durante un “viaje en busca de talentos” a Seattle, donde Pynchon trabajaba como redactor técnico para los Boeing en proyectos tales como el del misil Minuteman –una investigación perfecta para el bardo del V-2–.
V., publicada en 1963, es considerada ahora una de las mejores novelas del siglo XX. Tres años después, Lippincott publicó The Crying of Lot 49, recibida en ese entonces como algo así como una elegante coda a V. pero que en realidad era algo más que una obertura elegante para la producción operística que estaba por venir. En ese entonces, Cork había dejado Lippincott por Viking Press, y, como hacen los editores, se llevó con él la estrella que había descubierto.
El 24 de enero de 1967, Pynchon firmó un contrato opcional con Viking, por el que le pagaron una de las cifras más bajas que se pueden componer con cinco dígitos, para una “novela todavía sin titular”, y cuyos términos finales, incluidos avances y regalías, debían confirmarse con la entrega. La fecha de entrega fue fijada, con un optimismo que invita a la sonrisa, para el 29 de diciembre de 1967. El tiempo pasó. El 21 de enero de 1969, Cork le escribió a Edward Mendelson, acaso el más astuto y devoto crítico académico de Pynchon, que “hemos estado aguardando un manuscrito de su nueva novela durante algunos meses... No sé qué estará haciendo Pynchon por todos los lugares de Los Angeles, pero me gustaría pensar que escribe una novela”. El 20 de octubre del mismo año le escribe de nuevo al impaciente crítico: “Lo siento, nada acerca de la novela de Pynchon”. En marzo de 1970, Pynchon le escribió a Cork para disculparse porque no iba a llegar con la entrega el 1º de abril. Le pidió si era posible postergar la entrega para el 1º de julio de 1970.
¡Y qué gran novela sin titular que era ésta! La primera lectura, por sí sola, llevó mucho tiempo. Alida Becker, la asistente de Cork por aquellos días, me dijo que un día, no mucho después de haber hecho la entrega, Pynchon llamó a la editorial para hablar con Cork. Como él no estaba, Pynchon le preguntó a Becker qué pensaba del libro. Cautelosamente, ella le contestó que lo estaba disfrutando mucho, pero que era un libro muy exigente y que todavía no lo había terminado. “Es muy larga”, le explicó, a lo que Pynchon respondió orgullosamente: “La tipeé toda yo mismo, usted sabe”.
Luego estaba la espinosa cuestión del título. Pero ahora se presentaba el verdadero problema: cómo publicar un libro de más de setecientas páginas a un precio que no fuera desmesuradamente prohibitivo teniendo en cuenta la audiencia natural de Pynchon, universitaria y posuniversitaria. V. y The Crying of Lot 49 habían vendido cada una más de tres millones de ejemplares en ediciones baratas y masivas. (Hagamos una pausa y contemplemos lo que dicen estos números acerca de la extensión del público lector en la Norteamérica de los ‘60. Ahora sugiero que nos suicidemos todos.)
Viking procedió a hacer lo que hacía cualquier editorial norteamericana por aquellos días: generar excitación literaria entre los autores consagrados. Se les enviaron las pruebas, para que redactaran posibles comentarios elogiosos que extractar en la contratapa, a Irving Howe, Alfred Kazin, Leslie Fiedler, Frank Kermode, Ken Kesey, William Gaddis, Benjamin DeMott, Paul Fussell, John Updike, John Cheever, George Plimpton, Lionel Trilling, Richard Ellmann, Kurt Vonnegut, y gente de ese tipo.
Así es como se hacían las cosas tres décadas atrás. Incluso si Pynchon no hubiera sido el sujeto reclusivo que era, las lecturas de autor y presentaciones eran del todo inexistentes, y la idea de hablar sobre un libro larga y ceñudamente con Carson o Cavett producía hilaridad. Las artes oscuras de la publicidad de un autor estaban en su más tierna infancia; eran los reseñistas quienes hacían el trabajo por él. Y con Pynchon lo habían hecho. La fecha de publicación de El arcoiris de la gravedad fue el 28 de febrero de 1973. El 9 de marzo, un comunicado de prensa de Viking aseguraba que estaban recibiendo setecientas órdenes por hora como resultado de las reseñas extasiadas publicadas por todas partes. El arcoiris de la gravedad estuvo cuatro semanas en la lista de best-sellers de ficción del New York Times y vendió aproximadamente 45 mil ejempales de tapa dura y tapa blanda. La edición popular en Bantam, publicada un año después, vendió cerca de 250 mil ejemplares en el curso de 10 años.
Las nominaciones a los premios fueron desde luego inevitables. Por aquellos días, el National Book Award se anunciaba antes de la ceremonia, de modo que la editorial sabía de antemano que El arcoiris de la gravedad había ganado la mitad de los premios en ficción. No había expectativas de que Pynchon se mostrara, pero la editorial estaba nerviosa porque él podía rechazarlo –como hizo un año después, con la medalla Howells de la American Academy of Arts and Letters–.
Recuerden: nadie sabía cómo era Pynchon. Así que el sujeto despeinado que alcanzó de un salto el podio desde la audiencia realmente podía ser él.
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