Por Jeffrey Eugenides
Tengo una taza de café de Berlín. Trae una bonita imagen de un misil V-2 y el nombre de la localidad turística alemana donde la compré: Peenemünde.
El epígrafe más brillante en la historia de la literatura (no hago un rápido alarde de omniscencia sino de entusiasmo salvaje) está al comienzo de El arcoiris de la gravedad: “La Naturaleza no conoce la extinción; todo lo que conoce es la transformación. Todo lo que la ciencia me ha enseñado, y continúa enseñándome, refuerza mi creencia en la continuidad de nuestra existencia espiritual después de la muerte. - Wernher Von Braun”. Cuando leí al principio estas palabras, siendo un joven y fresco universitario, las tomé como una prueba científica de valor nominal (muy de moda en la época) de la realidad del marco espiritual. No tenía idea de que Von Braun, que desarrolló el V-2, era funcionario de Hitler, jefe misilístico.
Veinte años después de haber leído El arcoiris de la gravedad, alquilé un auto y manejé hasta la isla de Usedom, que queda en el Báltico, en lo que solía ser Alemania del Este. No sabía mucho de la isla y enfilaba hacia el hotel en la playa de Heringsdorf cuando vi una señal que indicaba el camino a Peenemünde.
Inmediatamente me desvié. Pero no me desesperaba por ver Peenemünde o el misil V-2 en las vidrieras del local de ventas del museo. La misión que había emprendido, en mi Mercedes alquilado, era de peregrinaje. Quería visitar un escenario crucial en El arcoiris de la gravedad y, al hacerlo, rendir homenaje al escritor que, probablemente más que ningún otro, dio el ejemplo para mi generación de lo que un novelista norteamericano debía ser. La ficción de Pynchon dejó bien en claro que, si querés escribir, tenés que saber acerca de todo: todo sobre historia, ciencia, política, incluso sobre cálculo diferencial e integral; tenés que saber todo y al mismo tiempo no perder la gracia, y ser lírico, otorgándole soltura a la novela, una voz norteamericana coloquial y poética, en libros que sean como historias de aventuras y rutinas cómicas.
Nunca he estado bien dispuesto, por temperamento, a las teorías conspirativas, y las oscuras preocupaciones de la obra de Pynchon no eran lo que me atraía. Pero los grandes escritores no sólo describen el pasado o el presente; predicen el futuro. La estimación de Pynchon, hecha en 1973, acerca del recorrido que podría trazar el imperio norteamericano de posguerra parece haberse vuelto más exacta, válida y presciente que lo que ya era en su tiempo. Las cosas que intentaba enseñarme a los veinte recién ahora comienzo a entenderlas, luego de vivir toda otra vida. Cuando compré el souvenir de la taza de café, se me ocurrió enviárselo a Pynchon. Ya no es tan difícil hallarlo. Probablemente le encantara. Pero terminé quedándome con ella. Cada verano, cuando regreso a Berlín, mi taza Peenemünde sale de su caja, vuelve al armario de la cocina. Nunca la usé. La tengo allí, intacta. Para mí es un objeto sacramental, el pequeño misil V-2 a un lado, como Shiva, ya no como un destructor de mundos, sino un creador, también.
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