Por Lorrie Moore
La mente de Pynchon es la trampa de hierro de la literatura norteamericana: nada, amplio o pequeño, se le ha escapado. Cada “novela de ideas” –porque Pynchon es polémicamente nuestro novelista más cerebral, esa etiqueta anémica y desagradable queda pegada a sus libros como una calcomanía– está construida detalle por detalle, dolorosamente, por un hombre con una mirada inagotable y un apetito incansable por el mundo. El mosaico narrativo que emerge es fuerte y desconcertante como un espejo, no tan reflectivo como un espejo, y, no como una casa de espejos, cada novela se dirige a comprender toda una era, sus hechos y energías sueltas, aunque rara vez lo haga impiadosamente.
Pynchon tiene un sentido historiográfico del relato (de frente y de espalda), un sentido musical de la frase, un sentido filosófico de la verdad y la aflicción, un ingenio vaudevilliano. Sus libros desentierran a una Norteamérica oculta y reinventan el lenguaje en el que pensamos y hablamos de eso –o podríamos pensar y hablar de eso, o pronto podremos pensar y hablar sobre ello–. Sus novelas saltan y penetran en territorios prohibidos, y aun desoyen la recomendación tantas veces repetida de que nunca hay que empezar una historia con un personaje que se despierta (El arcoiris de la gravedad; Vineland). Todas demuestran su validez política actual, aun cuando se las cite al azar.
La obra de Pynchon es valiente, graciosa, misteriosa, rica en todo tipo de originalidades y sorpresas.
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