EL EDITOR CHICO Y LOS LIBROS PARA ELLOS
POR DANIEL DIVINSKY
Contrariamente a lo que pide la tradición narrativa –con excepciones notables, como la de García Márquez en Crónica de una muerte anunciada, una cita más que pertinente en esta ciudad–, voy a contarles el final del cuento al principio: los Reyes Magos no son los padres.
Esta conclusión, decepcionante para quienes siempre habíamos pensado que eran los padres quienes debían ser tentados a comprar buenos libros para sus hijos e instarlos a su lectura con el ejemplo, es una novedad de los tiempos que corren, al menos en nuestro continente: los principales compradores de libros para niños y jóvenes en los países latinoamericanos son los respectivos gobiernos nacionales, con fondos propios o con los asignados por diversas instituciones internacionales y algunas ONG dedicadas al tema.
De estas compras, cuya transparencia y equidad dependerá de la que tengan esos gobiernos en los demás aspectos de su actuación, van a participar en mejores condiciones las editoriales que dispongan ya sea de medios de presión –ostensibles o subterráneos, lícitos o no tanto– para influir en las decisiones o de intensos aparatos de promoción para informar y motivar a quienes deban efectuar las selecciones. O de ambos elementos.
No creo que haya registros estadísticos sobre las ventas en librerías de libros infantiles comparadas con las que resultan de compras institucionales, pero creo que de la experiencia de los editores se puede deducir la exactitud de lo afirmado.
En el caso específico de Ediciones de la Flor –y aquí aclaro que las colecciones infantiles de nuestro sello han estado siempre a cargo de mi socia y compañera Ana María Miler–, solamente dos títulos inequívocamente infantiles registran pedidos reiterados de miles de ejemplares por semestre: Los animales no se visten y Los animales no deben actuar como la gente, de Judy y Ron Barrett, libros traducidos del inglés, dirigidos a los niños más pequeños y que están incorporados al sistema de educación bilingüe de los Estados Unidos de Norteamérica. Los compran con destino a ese sistema nuestros distribuidores allí que proveen a la parte más solvente del mercado de libros en castellano: las instituciones que atienden a los hispanoparlantes de ese próspero país.
Hice referencia a títulos que sin duda son de literatura infantil porque hay dentro de nuestro catálogo obras de humoristas gráficos –sería innecesario precisar quién es Quino y qué significan los libros de Mafalda, pero no es el único caso– que sí son vendidas mayoritariamente en librerías y quioscos, sin perjuicio de que también entren en las listas de adquisiciones oficiales para bibliotecas escolares y otras.
No hay investigación de mercado posible para los libros infantiles: si el mercado mandara, habría que estar pendiente de los futuros lanzamientos de programas de televisión del tipo de Pokémon para enrolarse entre los postulantes a comprar licencias para libros que incluyeran sus personajes, licencias que se venden al mejor postor. Raramente el mejor postor es un editor independiente latinoamericano.
Y si hay sorpresas (lo fue en alguna medida la repercusión todavía en su apogeo de Harry Potter), también hay intentos de “fabricar” éxitos: varias compañías norteamericanas que operan en lo que ahora se llama entertainment, un concepto que ya incluye –¡oh, triste destino!– también el rubro editorial, han comisionado equipos para intentar crear, a medida, un personaje que salga a competir con el mágico y rentable niño.
¿Qué pasa con la difusión de los autores de literatura infantil latinoamericana en países distintos del de residencia y publicación de esos autores? La palabra que mejor responde a esta pregunta es: nada. O sea, lo mismo que sucede con los autores de libros para adultos.
Con excepción del meritorio esfuerzo realizado en algún momento por las coediciones del Cerlalc, y algún nombre aislado que ustedes conocen mejor que yo (María Elena Walsh, Ana María Machado), los autores se extinguen al llegar a las fronteras de sus patrias. ¿Cuál es el motivo?
Es posible comenzar analizando un vasto y difundido malentendido, que se origina a partir de lo que se llamó el boom de la literatura latinoamericana (algo simbólicamente bautizado en inglés, desechando la palabra “auge”, que significa lo mismo). A partir de la difusión (y éxito de crítica y ventas) de ciertas obras de algunos autores del continente en España y en sus traducciones a idiomas diferentes del castellano que se produjo en la década del setenta, y quedó consagrada en la Feria Internacional del Libro de Frankfurt de 1973, que tuvo como tema central a la literatura latinoamericana, se edificó un mito: que todo lo que se escribía en el continente interesaba fuera de su país de origen.
El mito se nutría por una parte en lo ideológico: el apoyo a la Revolución Cubana estaba en su apogeo y la militancia en general progresista de la intelectualidad del continente y el “tercermundismo” europeo acrecentaban la simpatía o la indulgencia hacia lo que venía de estas regiones.
Por otra parte, también existía una real calidad en muchas de las numerosas obras de ficción aparecidas en esa época: originales y nutridas de una vitalidad por entonces ausente en la narrativa europea. Fue suficiente que una serie de títulos tuviera una repercusión menor de la esperada, para que el desencanto –que cunde rápidamente en el mundo de los negocios, aun de los editoriales– se apoderara de los directores literarios de las casas que habían estado en la génesis del boom.
Los agentes literarios –con base en España y Estados Unidos– siguieron ocupándose de vender bien a los autores que ya habían sido traducidos y no dieron mayor respaldo a los nuevos que les sometían sus obras. No tengo la certeza, pero sí la acendrada impresión de que entre los autores traducidos no hubo ninguno dedicado a la literatura para niños y jóvenes.
Hoy por hoy, por más exitoso que sea un escritor en su país latinoamericano de origen, sus posibilidades de conseguir –él o sus editores– que sus libros se publiquen en otro idioma, se reducen a que algún traductor se interese por su obra y presione a los directores literarios para tentarlos a la apuesta.
Y por casa, ¿cómo andamos? Porque podría suponerse que los autores de cada uno de los países latinoamericanos son bien leídos y difundidos en los demás del continente, especialmente en los últimos años, cuando la transnacionalización del capital editorial hace que muchos de ellos sean publicados por sucursales locales o regionales de editoriales con sede central en España.
En este punto, parece que el criterio de estas empresas es “que tu mano derecha no sepa lo que hace tu mano izquierda”. Con escasísimas excepciones, estas regionales no se han esforzado para conseguir la difusión continental de sus editados o han fracasado en el empeño.
Autores chilenos publicados en su país por Planeta o Alfaguara son escasamente leídos en la Argentina; ni qué decir en México o Colombia. Lo mismo vale para los uruguayos, también vecinos geográficos. Y también a la inversa: hágase un test con un intelectual argentino (los escritores quedan fuera de concurso) y no sé si podrá nombrar más de cuatro escritores mexicanos contemporáneos vivos.
Tuve como maestro de literatura en muy diversos cursos, y de vida a lo largo de una extensa y profunda amistad, al crítico uruguayo Angel Rama, trágicamente muerto en un accidente de aviación. Rama, desde su módico pero osado sello editorial Arca de Montevideo, acometió la publicación pionera de muchos autores: en alguna oportunidad me entregó un ejemplar de la primera edición fuera de Colombia de La hojarasca de García Márquez y me incitó a leerlo diciendo: “Este muchacho promete...”. Una visión certera que utilizó para seleccionar los títulos y autores de su catálogo.
En una de sus visitas a Buenos Aires, lo acompañé a una entrevista con distribuidores y me asombró oírlo referirse a los libros como mercancía: habló de plazos de pago, de garantías, discutió descuentos, negoció el reparto de los gastos de envío.
Cuando lo increpé por esa aproximación que me pareció excesivamente mercantilista a tales “objetos sagrados”, me aclaró que si no se trataba a los libros del mismo modo en que los productores tratan a los chorizos o a las prendas de abrigo frente a sus clientes, no habría editorial que pudiera subsistir.
El surgimiento de editoriales fuertes con una sólida estructura comercial en cada uno de nuestros países permite que los autores puedan ser publicados en su tierra. Pero como muchos de estos sellos son filiales de grandes grupos transnacionales, su difusión fuera del propio país tropieza con los obstáculos mencionados antes. Y en lo que se refiere específicamente a los libros para niños y jóvenes, es muy difícil que los mecanismos para influir en las compras institucionales sean eficaces más allá de las fronteras.
También en este ramo el pez grande se ha comido a los chicos, pero la dimensión no es garantía de eficacia. La ventaja comparativa del editor independiente radica en su velocidad de decisión; a partir de allí, todas son desventajas, especialmente en este campo específico, donde escasamente la compra es decidida por los propios lectores o quienes los representan.
¿Cuál es la posibilidad de subsistencia de las editoriales autónomas y de dimensiones reducidas, que carezcan de subvenciones, en mercados donde parecen imperar monstruos imposibles de enfrentar?
Convertidos en una especie de luchadores de sumo, los grandes grupos transnacionales, cada vez más gordos y pesados, arrasan forestas –literalmente– cual paquidermos enloquecidos, a la búsqueda de éxitos de venta masivos, hipnotizados por el marketing. Son, como me dijo un ejecutivo de uno de ellos, como pelotas dentro de una caja: al ser esféricas, dejan entre sí pequeños espacios que pueden ser ocupados por pelotitas de menor tamaño, que serán absorbidas o asfixiadas en cuanto intenten exceder ese mínimo espacio vital.
En la Feria de Frankfurt de 1974 encontré bellísimos e inteligentes libros infantiles en el pequeño stand de una editorial muy pequeña de Nueva York: Atheneum. Con un módico anticipo a cuenta, compré para Ediciones de la Flor los derechos en castellano de un título: era el ya mencionado Los animales no se visten, un prodigio de humor acerca de lo ridículo de pretender ponerles ropa a los bichos, como por ejemplo, corbatas a una jirafa.
Lo tradujimos y publicamos en 1975, y desde entonces se reedita periódicamente, convertido en un long seller. Poco tiempo después, Atheneum fue adquirida por el grupo Macmillan y comenzamos a enviar las liquidaciones de derechos a otra persona, que permaneció en su cargo cuando –un tiempo después– Murdoch, el magnate australiano de la prensa, compró Macmillan.
Pero esta simpática ejecutiva desapareció, dejando un mensaje de despedida en el contestador de su interno, cuando Simon & Schuster, un grupo mayor con un inmenso rascacielos en la Sexta Avenida, adquirió la compañía. La última vez que les acerqué una liquidación de derechos tuvieron que buscar en la computadora el título del que se trataba. Y pocos meses después, nuevamente preguntaban por fax qué era lo que pagaba nuestro cheque. No hace mucho, Simon & Schuster fue comprada a su vez por Pearson, un grupo inglés aún más grande que Viacom, el que la vendió (los señores Simon y Schuster existieron y fueron editores, pero habían sido devorados hace tiempo). ¿Encontrará su camino hacia “mis” autores nuestro próximo cheque o se perderá entre burócratas y empresas subsidiarias?
Sería muy difícil la subsistencia en el mundo globalizado de un productor autónomo de sardinas enlatadas, pero pienso que el del libro es uno de los pocos campos donde todavía las pequeñas y medianas compañías pueden mantenerse.
La variedad de la creación escrita y el gusto humano enriquecen al mundo, y abren siempre –hasta ahora– nuevas posibilidades para los editores alertas y veloces en sus reacciones. Y los afectos –¡caramba, miren de qué antigualla estoy hablando!–, siempre que estén estimulados por la eficacia profesional, la rapidez de decisión y el cumplimiento de los compromisos, todavía determinan las elecciones de muchos autores.
Confiemos en que esta afirmación general sea aplicable también a los libros para niños y jóvenes. 5
Ponencia pronunciada por Daniel Divinsky (director de Ediciones de la Flor) en el 27º Congreso Mundial de IBBY (International Board on Books for Young People) realizado en setiembre del 2000, en la ciudad de Cartagena de Indias, Colombia.