libros

Lunes, 8 de julio de 2002

RELECTURAS DE INFANCIA

HABIA OTRA VEZ...

Volver a las lecturas de infancia puede significar encontrar esa relación primera y terrible con los mundos de la imaginación, o naufragar en las aguas del escepticismo adulto. De eso, y de cómo se decide una carrera lectora, habla Francis Spufford en su más reciente ensayo.

POR RODRIGO FRESAN

La idea ha sido explotada hasta el horror por la factoría Disney: adultos que súbitamente se encuentran en cuerpos de niños y se ven obligados a enfrentarse, una vez más, a los plácidos peligros de la infancia, ese territorio que recordaban tan bien, pero que habían olvidado por completo. El ensayista inglés Francis Spufford se vale de este mecanismo espacio-temporal para armar su The Child that Books Built: A Memoir of Childhood and Reading (Faber and Faber, 2002), un inmenso librito que trata sobre la edificación del homo-lector, desenterrando las piedras fundamentales de aquellos textos que todos leímos cuando todos éramos iguales y el mundo estaba ilustrado con láminas de colores brillantes.

VOLVER A LOS 10 Y 7
El ensayo de Spufford –quien ya había ofrecido un tan curioso como iluminador libro sobre la relación de los ingleses con el hielo– se inscribe en esa nueva categoría de reflexión mixta donde lo personal se funde con lo universal y está movido, sí, por cierta propulsión proustiana. Los clásicos infantiles como magdalenas: después de todo, fue Proust quien en la primera línea del célebre prefacio a su traducción del Sesame and Lilies de Rushkin apunta: “No hemos vivido días más intensos que aquellos de nuestra infancia que no hemos vivido, aquellos que pasamos junto a un libro favorito”.
La frase de Proust encierra varias verdades atendibles y puntos de interés: es en la infancia cuando formamos nuestros gustos y disgustos, y –tal vez sea uno de los momentos más trascendentes y de mayor proyección hacia al futuro– decidimos abrir un libro o dejarlo ahí, cerrado. Leer o no leer, ésa es la cuestión; y Spufford invita a un viaje de regreso a esas tardes donde se lee como nunca, se lee –Spufford dixit– “catatónicamente” y “se experimenta la potencia de ese silencio que se hace cuando uno está leyendo, tan diferente del silencio que se siente cuando uno está, simplemente, con la boca cerrada”.

TEORIA DE LA RELATIVIDAD
Primero, es obvio, está lo que nos leen y recién después lo que empezamos a leer nosotros. La tiranía de lo que los padres suponen que es apto para menores es derrocada y surge la eufórica democracia, donde súbitamente el mundo es una inmensa biblioteca llena de posibilidades, de peligros y, sí, de tabúes y prohibiciones. Hay, claro, algo paradójico en todo esto. Están por un lado los clásicos infanto– juveniles de la literatura –Spufford los recorre y los analiza mientras vuelve a viajar por la Tierra Media o Narnia o la Tierra de Nunca Jamás– y también están, de golpe, esos libros para adultos que el lector, por edad y tamaño, “infantiliza” por el simple hecho de llegar a ellos durante su niñez. Así, Moby Dick, en una primera lectura –y, seguro, en versión condensada– es nada más que una aventura marinera para, años más tarde, convertirse en una formidable metáfora sobre casi todas las cosas de este mundo. Lo importante, sin embargo, es el primer impacto sobre ese lector inocente, y sobre su condición de esponja ingenua trata buena parte del libro de Spufford. Una autopsia del lector infantil que alguna vez fue, apuntalada desde el aquí y ahora con la ayuda de Kant, Wittgenstein, Chomsky, Bettelheim, Piaget para, de paso, rendir homenaje a su hermana muerta y enferma de nacimiento, quien tanto leyó y leyó para así viajar a otros mundos mejores y olvidarse de ese “cansancio de vivir en las fronteras del conocimiento médico”, en donde las brujas siempre vencen a las princesas.

LA FLECHA EN EL TIEMPO
The Child that Books Built está dividido en capítulos/territorios –”El bosque”, “La isla”, “El pueblo”, “El agujero”– y para Spufford la trayectoria es clara: se arranca con los cuentos infantiles, se salta a las novelas de aventuras (El señor de los anillos es un hito iniciático donde confluyen el abandono del hogar, el viaje, la muerte), se viaja a otros planetas con la ciencia-ficción, se flirtea conlas escenas de sexo en las novelas de James Bond y de ahí al buen erotismo o a la mala pornografía. Entonces, dice Spufford, si hay suerte, Holden Caulfield se cruza en nuestro camino y, con él, el regalo/sensación de que somos únicos y, al mismo tiempo, parte de un ejército disfuncional de millones. Salinger, según Spufford, es la bala que aniquila al lector infantil y da origen al lector adolescente (y en algunos casos, ja, al magnicida) para, si la cosa prospera, alumbrar al investigador de meta-ficciones y al redescubridor de clásicos en versiones originales. Más allá de teorías a posteriori, y por lo tanto, sospechosas, lo que más interesa de la propuesta de Spufford es la búsqueda y recuperación de ese tiempo donde el hard-disk de nuestra vida y memoria está todavía casi vacío y pueden convivir mundos imaginarios en igualdad de condiciones con nuestra realidad. Son los primeros libros que leemos aquellos que nos ayudan a ejercitar y fortalecer el músculo de nuestra capacidad de abstracción (algo que jamás conseguirá ningún engendro Nintendo-Sega-Paybox) y es a esa forma de lectura a la que intentamos regresar a veces con la ayuda de artefactos un tanto diabólicos (“Mi nombre es Potter, Harry Potter”) o, tal vez, poniendo en práctica la maniobra más milagrosa, terrible y arriesgada de todas: llegado el momento, le regalamos a nuestro hijo aquel libro que nos cambió la infancia y la vida para siempre, lo contemplamos leyéndolo como si lo leyéramos. Alcanzada la última página de la ficción dorada y la primera de nuestra sombría no-ficción, nuestro hijo levanta su angelical cabecita, nos mira fijo y nos dice: “¡Qué estupidez!”.

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