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Lunes, 8 de julio de 2002

INFANCIA, NACIóN Y MERCADO

LIBROS Y NIÑOS

El problema de la literatura infantil afecta mucho más que a la infancia y a los libros que para ella se imaginan. En los modos en que se resuelve esa relación se juega el futuro de la literatura argentina porque es el mercado de público el que se forma a partir de esas primeras letras.

 Por Daniel Link

Los libros y los niños son dos categorías, o dos instituciones, o dos realidades (lo que se prefiera) que entablan relaciones a menudo contradictorias cuando no excluyentes. Los niños, se supone, no sabrían manejar los libros: los rompen y los muerden, si son muy largos los abandonan, si el vocabulario y la sintaxis son muy complejos se dispersan. No hay acuerdos definitivos sobre la responsabilidad de desajustes semejantes: ¿Serían los niños (por pereza, necedad, hiperkinesis) los responsables del fracaso de sus carreras lectoras? ¿O sería, por el contrario, de los libros la culpa, por el cultivo capcioso del doble sentido, la abstracción, las secuencias lineales y el aspecto monocromo? Nada de esto tendría la menor importancia si no hubiera, como parece haber (como dicen que hay) una crisis de la lectura y si esa crisis de la lectura no se complicara con una cierta crisis de las representaciones (simbólicas y políticas). Quisiera referirme a la responsabilidad que los libros pueden tener en esta crisis, dado que, como a los locos, podemos considerar a los niños como inimputables.
Podríamos charlar sobre la relación entre literatura y literatura para niños. ¿Son los libros infantiles (por ejemplo, los que pensó Maite Alvarado para la colección “Libros del Olifante” que dirige para Ediciones del Eclipse) una literatura adecuada al público al cual se suponen están dirigidos? O también: ¿Pueden los niños entender algo del universo medieval que estos libros convocan a partir de estos libros?
Lo que nos llevaría, también, a charlar sobre la relación de las literaturas medievales con la cultura contemporánea. Allí están las grandes películas de George Lucas o la prolija y tediosa adaptación de El señor de los anillos (para no hablar de Harry Potter, en la ignorancia del cual me mantengo firme) como un testimonio del carácter activo de las mitologías y las leyendas medievales. Allí está ese género que se llama fantasy y en el que descuellan muchos escritores entre los que Tolkien no es el menor. Allí están, también, el nacionalismo y el milenarismo, ideologías que encuentran, siempre, siempre, en un pasado remoto su fundamento y la lógica de su existencia. De modo que, en hipótesis, los contenidos medievales resultarían hoy encantadores: la truculencia imaginativa, los monstruos abominables e impíos, los héroes petulantes, las cortes, la fuerza, la peripecia descabellada, la crueldad de Dios, en todo eso podría fundarse hoy una nueva fascinación por la literatura. Porque hemos perdido irremediablemente ese mundo es que podemos relacionarnos imaginariamente con él. Y porque ese mundo nos es inmediatamente irreal es que sería adecuado al trabajo de la imaginación y del sueño y, por qué no, de la inteligencia y del pensamiento.
Pero lo que hay en estos libros no es sólo una temática. Habría que charlar sobre el punto de vista que se elige para contar (por ejemplo, en la colección dirigida por Maite Alvarado). Se trata de adaptaciones respetuosas del original: no se introduce el anacronismo fácil ni se suprime el detalle complicado. Las ilustraciones que acompañan los textos resultan milagrosamente modernas precisamente cuanto más cercanas al espíritu medieval se muestran. La “moral” del texto no traiciona, así, la moral de la época. Estos libros intervienen doblemente: en el campo de la literatura y en el campo de la traducción (o de la adaptación). ¡Qué diferencia, pensaba mientras los leía, con las adaptaciones de Atlántida en las que desperdicié los mejores años de mi infancia! ¡Qué injusticia no tener ahora diez años, para empezar todo de nuevo, pero esta vez bien! Dicho de otro modo: no podría imaginar, ahora, una introducción en la literatura (en la literatura de verdad) mejor que estos libros. Porque se trata de libros que no participan sólo de la pedagogía (aun cuando alguna pedagogía sea posible a partir de ellos) o sólo de la divulgación (aun cuando efectivamente divulguen). Estos libros participan también de laliteratura, como los textos que adaptan. Han sido escritos desde la literatura y ponen en escena, por lo tanto, el juego de la literatura. De la literatura de verdad, se entiende.
Que haya literatura y libros de verdad no debería darse por sentado en un mundo que, como el nuestro, parece despreciar la cultura del libro y de la letra. Estamos, pues, ante libros de verdad y ante la literatura. ¿Será nuestro regocijo un regocijo medieval? ¿Pensaremos, como otros pensaron antes, que basta con que haya un scriptorium en el que monjes laboriosos restauren el patrimonio cultural y literario como cosa de unos pocos? No recomiendo un regocijo tan limitado: la crisis de la lectura, que suele darse por sentada, más tarde o más temprano afecta a la escritura. ¿Cómo, y para quién, escribir hoy literatura en Argentina (en América Latina)? O, para ser todavía más apocalípticos: ¿cómo y para quién se escribirá la literatura del futuro?
He leído este año al menos una novela y un ensayo de interpretación cultural cuyas estrategias textuales están orientadas hacia un público europeo. Como me consta la buena fe de ambos autores (se trata de autores al alcance del teléfono), es posible que esos libros sean una avanzadilla de lo que vendrá: desaparecido el público, llevada la lectura a su desaparición, reducidas las operaciones de lectura a la consulta de una guía de programación televisiva o al recorrido más o menos atento de un diario o una revista de actualidad, concebido el texto como mero comentario de una fotografía o un esquema, ¿quién leerá?
Hacen falta muchas políticas para revertir una tendencia como ésa. Una política, claro, que pase por las instituciones escolares, pero también una política del libro y una política de la literatura. Y es en esta intersección de políticas donde suele pensarse la relación entre niños (inimputables) y libros (incompetentes). La culpa, se sabe, sería de los televisores y las computadoras. Esa respuesta no nos satisface porque es falsa (está demostrado que los consumos culturales no compiten entre sí sino que se potencian mutuamente) y sobre todo porque su comodidad evita una reflexión seria sobre lo que está en juego, verdaderamente todo: la supervivencia misma de las culturas nacionales y una cierta democracia del dominio simbólico.
En ese contexto, que venimos discutiendo desde hace unos años, aparecen algunos libros hermosos y ejemplares (como los de la colección “Libros del Olifante”) que toman como punto de partida una solución histórica: es la literatura épica medieval, precisamente, la literatura que plantea por primera vez el problema de las nacionalidades y el problema de la democracia simbólica, problemas que suponen igualmente estrategias para la constitución y consolidación de públicos en tanto comunidades (imaginadas) de lectores. Pero además, estos libros (hermosos y ejemplares) aparecen no como una recuperación (exterior, pedagógica) de la literatura, sino como una continuación de la literatura. Al leerlos, uno siente que la literatura persiste, aún cuando se trate (o precisamente por eso) de una persistencia basada en la reescritura del pasado remoto. Sólo quedaría esperar una adecuada política escolar que sepa potenciar el grado superlativo de verdad que hay en estos libros. Porque son de verdad, y son (por eso) la mejor introducción en la literatura que uno podría suponer. 5

* Fragmento de Como se lê.
Chapecó, Argos, 2002.

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