Domingo, 27 de noviembre de 2005 | Hoy
Después de años de ser figurita difícil en librerías de viejo (quienes los tenían no los vendían, quienes los querían no los conseguían), los libros de John Cheever empiezan a ser reeditados por Emecé, con epílogos de Rodrigo Fresán. A continuación, reproducimos el que cierra Esto parece el paraíso, recientemente distribuido junto a Falconer, primera tanda de un plan que terminará devolviendo a las librerías argentinas hasta los cuentos y los diarios de uno de los más grandes escritores norteamericanos del siglo XX.
SALIDAS Y ENTRADAS
La funcionalidad de las obras cerradas y completas permiten, a menudo, el capricho de algunas teorías imposibles de rebatir por el dueño ausente. Una de ellas sería la de entender las novelas de John Cheever como las diferentes escalas en una odisea mística a lo largo y ancho de sucesivos territorios terrenos pero imbuidos, siempre, de la potencia de lo mítico.
Así, Crónica de los Wapshot (1957) y El escándalo de los Wapshot (1964)1 podrían entenderse como la expulsión del paraíso; Bullet Park (1969)2 se ubica a la altura de un purgatorio dopado y casi sonámbulo; Falconer (1977)3 es el infierno sin concesiones; y, sin lugar a duda alguna, Esto parece el paraíso –último libro publicado en vida por Cheever, apenas unos meses antes de su muerte– es el final y feliz retorno al Edén. A ese paraíso recuperado luego de tantos años vagando por el mundo y por las historias de ese mundo.
Esto parece el paraíso como la coda a la sinfonía de sus ficciones: una suerte de summa estética y de credo existencial; un testamento y despedida que suena, paradójicamente, como la más triunfal de las oberturas, como un volver a empezar con el más regocijado de los Había una vez...
Y por los días en que inicia la escritura de Esto parece un paraíso puede afirmarse sin vacilaciones que John Cheever es un sobreviviente y un triunfador. Atrás han quedado el alcoholismo, la adicción a pastillas, las sucesivas y tormentosas estadías en diversas instituciones desintoxicantes, su desordenada vida sexual y la expulsión del hogar familiar para arrastrarse por universidades en Iowa y Boston impartiendo clases caóticas ante un alumnado cuanto menos desconcertado.
Ahora Cheever no se acerca ni a frascos ni a botellas ni a cigarrillos, ha vuelto al santuario familiar en Ossining, su esposa e hijos han acabado por comprenderlo (o soportarlo con elegancia) y la hasta entonces tan desaforada como culposa faceta homosexual de su vida (su esposa Mary Winternitz Cheever se ha resignado a ella con gracia) se limita a una sentida y sentimental relación con el joven Max Zimmer a quien amará y por el que será amado hasta el último día.
En el terreno profesional, Cheever ha alcanzado, por fin, la consagración universal y la felicidad íntima de que los demás sepan lo que él siempre supo: Cheever es uno de los grandes de la literatura norteamericana y, con su colega Saul Bellow, conforman el Yin y el Yang –lo judío y lo protestante– que narra las alegrías y padecimientos del hombre nacional.
La aparición de la novela Falconer en 1977 puso las cosas en su sitio y, al año siguiente, la monumental antología The Stories of John Cheever4 no sólo le valdrá el premio Pulitzer y el National Book Critics Circle Award sino que además –algo casi impensable para un volumen de relatos– lo elevará a la cima de las listas de ventas. No demoran en llegar un doctorado en Harvard (Cheever no había terminado el colegio secundario; su expulsión inspiró su primer cuento publicado a los dieciocho años en The New Republic) y la prestigiosa medalla Edward McDowell “por una sobresaliente contribución a las artes”.
Sí, Cheever está de moda (un anuncio de la revista Cosmopolitan muestra a una modelo ligera de ropas y leyendo The Stories...; Rolex le regala un reloj de oro al escritor a cambio de posar para un aviso), Cheever es cool, Cheever ha dejado de ser apenas “un escritor de The New Yorker” y Cheever se pasea por el mundo exhibiendo su mejor sonrisa y leyendo fragmentos de su obra con ese tan impostado como encantador acento patricio de Nueva Inglaterra.
La cuestión ahora es cómo seguir.
Lo que sí tiene claro Cheever es que quiere escribir “un gran libro”: enorme en intenciones y frondoso en páginas. Una novela “sobre un hombre viejo al que le gusta patinar sobre hielo”, les había comentado, exultante, a sus editores en Knopf. Y en Knopf no tuvieron problema alguno en autorizar un más que atractivo adelanto. No importaba lo que Cheever hiciera, porque lo que Cheever hiciera siempre sería Cheever.
En la privacidad de su estudio, sin embargo, la cosa no parece tan sencilla. Cheever comienza a sufrir problemas de salud: desvanecimientos epilépticos (que incluyen desde visiones místicas hasta pérdida de memoria), ataques de pánico y de llanto (en los que Cheever repite, como el Tony Nailles de Bullet Park, el mantra “Devuélveme las montañas”) y un tratamiento para un problema recurrente en las vías urinarias acaba revelando un tumor en su riñón derecho que no demoraría en extenderse a sus piernas y a su pecho. “Encontrarse de golpe entre miles y miles de personas rezando por una cura para esta cosa mortal no deja de ser algo extraordinario. No es algo deprimente, ni siquiera excitante. Es nada más y nada menos que una de las partes más críticas de la vida o de la aspiración de vivir”, le confiará a un periodista de The Saturday Review.
Y –más allá de todo lirismo– de pronto, falta fuerza y se acaba el tiempo, y varias anotaciones en sus Diarios5 ponen en evidencia los temores del escritor:
Entonces, ¿cuál es el miedo, el terror innominado? Es, simplemente, la pérdida de las facultades. La inteligencia, la memoria, la capacidad amatoria. Uno ha visto la enormidad de la locura. Al bajar de la bicicleta en la cima de la colina para conversar con los Z., no sé dónde estoy. Debe ser un ataque pasajero de amnesia.
Pues bien, trato de prolongar la jornada de trabajo y desgraciadamente estoy sobreexcitado. No tengo la serenidad que creo recordar que poseía cuando escribí Falconer.
Lo que no impide que entre esas mismas páginas sombrías se puedan apreciar destellos del work in progress. Ahí están esas luminosas parrafadas donde ya aparece el anciano héroe Lemuel Sears:
Entonces el viejo dice: “Ninguno de vosotros tiene la edad suficiente para recordar el patetismo de una civilización acabada. Era un fenómeno pasajero, como los placeres de la luz, aunque hemos aprendido que la luz es capaz de mover mundos...”
Y destacan tres líneas que ya anticipan lo que será el tantas veces citado inicio de Esto parece un paraíso:
Es un relato para leer en la cama una noche de lluvia en una casa vieja cerca de un camino sinuoso y desierto, tal vez con vistas a las montañas y a poca distancia de un arroyo donde se pueda pescar y nadar.
El tono y las intenciones son claras: Cheever –mientras va y vuelve de hospitales intentando diversos tratamientos– está escribiendo un adiós a la vez que un resumen de sus temas y obsesiones. Una novela crepuscular que ilumine tanto como un amanecer. Un libro diferente pero que, sin embargo, complemente y corone toda una obra.
Una carta a su discípulo y amigo John Updike comenta su extrañeza ante lo que está creando: “Estoy escribiendo una novela pero me resulta difícil decirlo en voz alta o a mí mismo. Me pregunto si alguna vez habrás experimentado semejante sensación. Al caer la tarde, la gente me pregunta: ‘¿Todavía escribes?’ Y yo les respondo: ‘Oh, sí’. Y la respuesta parece funcionar, pero no es exactamente la verdad”.
Y en una entrevista con Robert G. Collins se ríe un poco de todo el asunto: “El título será Esto parece un paraíso. Lo que alarmó a todo el mundo en la editorial. Me dijeron que no se podía ‘publicitar’ una novela con semejante título. Y yo les respondí que no había un título ‘publicitable’ en toda la historia de la literatura desde Cumbres borrascosas”.
Días después, los Diarios reportan, lacónicos, que la tarea ha sido realizada:
Entonces me parece que Esto parece el paraíso está terminado. Reescribiré el relato sobre el supermercado y todos los que me parezcan mal, los fotocopiaré y trataré de que alguien me lleve a la ciudad. No quiero tomar el tren.
Y, de acuerdo: Esto parece un paraíso no ha resultado ser un libro grande en número de páginas pero sí es un gran libro en todos sus otros aspectos. Y a esto se refirió Robert M. Adams en su reseña del 29 de abril de 1982 en The New York Times: “Si lo que John Cheever se propuso fue resolver el problema de cómo conseguir que una pequeña ficción funcionara como una ficción enorme, entonces cabe decir que lo ha conseguido (...) Aunque el lienzo en que se pinta sea reducido no hay que confundir al producto terminado con una miniatura: es amplio, impresionista, poético en forma y fondo”.
La novela –o nouvelle, o novella– que llega a las librerías a principio de marzo de 1982 tiene apenas cien páginas con letra grande; pero su lectura y sus propuestas son las de una saga frondosa y aluvional. La portada de color verde repite el patrón tipográfico diseñado por R. D. Scudellari –que fue azul para Falconer y rojo para The Stories y, posteriormente, en 1991, blanco para los Diarios– y la crítica repite viejos argumentos. Pero –novedad– esta vez no se los utiliza para condenar sino para celebrar. La estructura episódica y atomizada que apenas escondía la “trampa” de varios cuentos unidos por la figura de un mismo protagonista –cargo y estigma habitual a la hora de juzgar todas y cada una de las novelas de Cheever– ahora se festeja como rasgo fundamental de su estilo. Allan Gurganus y John Updike firman elogiosas reseñas. Y, claro, se insiste en el ADN de los laureles de escritores del pasado que ahora se posan sobre la cabeza de Cheever: “el mejor discípulo de Hawthorne y Melville y Fitzgerald”, “el Ovidio de Ossining”, “el Chejov de los suburbios”, “nuestro Trollope”, “Kafka epifánico”, “un Thoreau o un Emerson de la modernidad” y, finalmente, “Cheever sólo se parece a Cheever”. A la hora de las definiciones de su carácter se lo considera “un escritor satírico”, “un puritano iluminado”, “un trascendentalista”, “unanarquista episcopal”, “un moralista lujurioso”, “un anarquista suburbano”.
Cheever, mucho más cauto y humilde, prefiere definir a Esto parece un paraíso como “el primer romance ecológico”.
Y, claro, la apreciación de Cheever es la mejor y más justa de todas. Porque la columna vertebral del libro es la de un tal Lemuel Sears –un hombre viejo pero todavía firme en su cuerpo y sus convicciones– empeñado en salvar a la laguna de su pasado y conquistar a la mujer de su futuro.
Ambas empresas no resultan sencillas.
La laguna de Beasley –en las afueras de Janice, pueblo donde creció Sears– está siendo sitiada por gangsters inmobiliarios que se proponen convertirla en un vertedero.
Mientras que la adorable y misteriosa y errática agente de bienes raíces Renée Herndon6 no deja de repetirle que “no tienes la menor idea de cómo son las mujeres” y se escabulle como agua entre sus dedos.
Y antes de alcanzar el más extraño y regocijante de los finales felices –y siguiendo una estructura coral que anticipa la de los films de Paul Thomas Anderson y Wes Anderson– Sears superará varias pruebas y conocerá a muchas personas a lo largo del camino. Mientras tanto y hasta entonces –en el intento de rescatar su Camelot, preservar su Shangri-La y cantar a la gloria de su Xanadú privado– se hundirá en la depresión de “los Balcanes del espíritu”, vivirá un apasionado affaire homosexual con un ascensorista llamado Eduardo, se aliará con el ecologista en crisis y mártir inminente Horace Chisholm, fracasará en su terapia psicoanalítica7, evocará su visita a la pitonisa ciega y centroeuropea Gallia, recordará a sus ex esposas, se relacionará con las vidas de dos familias –los infernales Salazzo y los angelicales Logan–, y participará y será testigo del rescate de un bebé perdido así como de una bienintencionada maniobra terrorista y venenosa para salvar la limpieza de su laguna y, posiblemente, del espíritu de todos los hombres. Porque, como en tantos de sus relatos, la trama de Esto parecía un paraíso tiene los pies en nuestro mundo pero la cabeza en una dimensión mítica donde los ciudadanos a menudo se comportan como antiguos reyes. Y cualquier cosa puede suceder si se trata de reestablecer el estado de las cosas y la justicia poética.
Lo que –como bien señaló Scott Donaldson en John Cheever: A Biography– no significa que Esto parece el paraíso se trate de un alegato nostálgico sino por lo contrario (y tal vez aquí resida su genio) de una eufórica celebración del presente y de los goces de la madurez enfrentada al futuro. De ahí –no me parece casual– que Sears sea un especialista en ordenadores y chips: un técnico en el que conviven el sabio amor por la máquina y por la carne así como el inocente asombro ante la magia y la ciencia.
Y en la última página –como en la primera– los seres humanos se esfuman y el paisaje permanece.
Y es de noche otra vez.
Y la repetición de la primera línea en la última frase cierra el círculo y, claro, alienta a la inmediata relectura. Porque –y tal vez El Tema de Cheever sea el poder de transformarse una y otra vez– esto es lo que suele ocurrir con los milagros: jamás nos cansaremos de experimentarlos.
Y cabe aclarar aquí que Esto parece un paraíso es el último libro de John Cheever publicado en vida pero que no es su última obra. En realidad, resulta casi imposible separar a Esto parece un paraíso de su hermano siamés: el guión original para televisión The Shady Hill Kidnapping escrito por Cheever por encargo de la Public Broadcasting Sistem para su ciclo de unitarios American Playhouse y emitido el 12 de enero de 1982 con éxito de crítica y de audiencia8. Y lo cierto es que Cheever –quien en más de una ocasión había despreciado ofertas varias con un “La literaturallega a donde no alcanza a llegar la cámara”– dijo sentirse más satisfecho con el guión que con la novela. Pero lo de antes: son lo mismo, son parte de un mismo momento creador.
La trama del programa –imaginada en tándem con Esto parece el paraíso– insiste en la historia de Toby Wooster, un niño extraviado. Aunque esta vez no pasa por un descuido sino por la variación de un supuesto secuestro. Y –como en Esto parece un paraíso– abundan las subtramas mientras se intenta reunir el dinero para pagar el rescate: policías filosofantes vigilando la estación de tren o la resistencia de un hombre a construir la piscina número 34 con forma de riñón son algunas de las viñetas inequívocamente cheeverianas puntuadas por el recurso de falsos comerciales escritos por el mismo escritor y entre los que se cuenta uno de Elixircol: ese tónico milagroso que ya había sido mencionado en el magistral relato “La muerte de Justina”.
Al final –como en Esto parece el paraíso– todo termina bien y todo vuelve a la normalidad y alguien exclama “Esto es el paraíso: tener a tanta gente que uno ama durmiendo bajo el mismo techo”; pero la voz narradora y en off advierte: “No podemos desentendernos de la universal soledad de los tiempos en que vivimos”.
Semanas antes de morir, al ser interrogado en una entrevista acerca de si él creía en la existencia de un Más Allá, el escritor reflexionaba: “Nunca me he hecho esa pregunta porque es algo que me parece poco importante. Lo que a mí me preocupa es sacarle todo el provecho posible al mundo en que me encuentro. Y subrayo la idea de ‘me encuentro’. Porque se trata de un mundo al que no llegué por casualidad o en el que yo me haya adentrado. Es un mundo en el que me pusieron. Y darle algo de sentido y orden a este mundo siempre me ha parecido la más interesante de las empresas posibles”.
No resulta arriesgado afirmar que Esto parece el paraíso –y The Shaddy Hill Kidnapping– le dan orden y sentido al mundo.
A los pocos meses de emitido el programa y publicado el libro –el 18 de junio de 1982– Cheever falleció en su casa de Ossining y fue enterrado junto a sus antepasados (en lo que solía llamar “el agujero de la familia”) en el cementerio de Norwell, Massachussets.
Fueron muchos los tributos que se le rindieron y muchos los discursos que se pronunciaron pero –por conocimiento y por afecto– destacaron los de John Updike y Saul Bellow.
El primero recordó que “había algo en él que hacía que la vida pareciera un tesoro”.
El segundo afirmó que “su intención no fue sólo hallar evidencia de una vida moral en el caos de una sociedad sino también brindarnos la poesía de ese asombroso, estupendo y ensoñador mundo en el que vivimos”.
Para los que no lo conocieron ni estuvieron allí, para los que tienen ahora la oportunidad de conocerlo y acompañarlo, este libro es el paraíso.
O, mejor aún, en las palabras de la oracular Gallia: “La grande poésie de la vie”.
Lo que, supongo, significa –si se lo busca se encuentra, Cheever lo sabía mejor que nadie– que el paraíso siempre estuvo y estará y está en la tierra.
En uno de sus últimos relatos, “Las joyas de los Cabot”, Cheever le hace decir al narrador –uno de sus recurrentes alter-egos– que: “Ahora mi verdadero trabajo consiste en escribir una edición de The New York Times que traiga alegría a los corazones de los hombres. ¿Acaso podría imaginar una ocupación mejor?”.
Misión cumplida.
Aquí está.
NOTAS
1. Publicadas en España por Emecé en un solo volumen, con el título de La familia Wapshot (2003).
2. A publicarse durante el 2006 en esta editorial.
3. También publicada por Emecé en el 2005.
4. A publicarse en Emecé durante el 2006. Una selección de los relatos de este libro se encuentra en La geometría del amor (Emecé, 2002).
5. Publicados por Emecé en el 2004.
6. Habitual fémina fatal en sus ficciones y, aquí, cordial venganza/homenaje de Cheever; el personaje está inspirado en la actriz Hope Lange –por entonces casada con el director de cine Alan J. Pakula– con quien Cheever tuvo un tumultuoso e intermitente amorío desde finales de los años 60 hasta mediados de los ‘70.
7. Como Cheever en 1969, quien apenas acudirá a nueve sesiones donde se dedicará a mentir con alegría.
8. The Shady Hill Kidnapping –protagonizado por Celeste Holm y dirigido por Paul Bogart y con una duración de sesenta minutos– ha sido editado en formato VHS por Thirteen WNET New York para la serie Broadway Theatre Archive y se puede adquirir a través del site www.BroadwayArchive.com.
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