Domingo, 24 de septiembre de 2006 | Hoy
SANDOR MARAI > ¡TIERRA, TIERRA!
En el segundo volumen de sus memorias, Sandor Marai dio cuenta en forma magistral de los efectos de la Historia arrasando Mitteleuropa. Una resonante elegía húngara de un escritor redescubierto en todo el mundo.
Por Juan Forn
¡Tierra, Tierra!
Sandor Marai
Salamandra
446 páginas
Debería ser obligatorio, cuando uno se dispone a comentar un libro excepcional, avisar franca e inequívocamente de entrada: señoras y señores, he aquí un libro que no deben perderse por nada del mundo. ¿O no es lo que más importa en dichos casos que se corra la voz, que ese libro tenga los lectores que se merece? Pues bien, señoras y señores: ¡Tierra, Tierra!, segunda entrega de las memorias del húngaro Sandor Marai, es uno de esos felices casos. Hecho el anuncio de rigor, procedamos a fundamentarlo.
Quienes hayan leído Confesiones de un burgués (primera entrega de las memorias de Marai) recordarán que abarcaba sus primeros treinta y cinco años de vida: terminaban en el momento justo en que su protagonista se instalaba en Budapest, decidido a ser escritor, y a escribir sus libros en húngaro después de haber brillado diez años como cronista itinerante del Frankfurter Zeitung, escribiendo en un alemán asombroso sus visiones de las distintas capitales de Europa. De regreso en su patria (nunca más apropiado que en este caso el dicho “La patria es el lenguaje”), Marai publicó una sucesión de novelas que culminó en la más perfecta de ellas (la hoy clásica El último encuentro, un réquiem conmovedor de la Mitteleuropa austro-húngara y del mundo que voló por los aires en 1914). Estaba en el pico de su fama cuando llegaron los nazis a Budapest. Apenas cinco años más tarde, luego de que los rusos entraran en Hungría, Marai abandonó su país para siempre y se perdió en el más absoluto anonimato literario. Cincuenta años después se suicidó de tristeza en un departamento de un ambiente en California (de haber resistido sólo unos pocos meses más, hubiese asistido a la caída del Muro de Berlín y a la cruzada del italiano Roberto Calasso, quien rescató del olvido El último encuentro e inauguró una catarata de traducciones que desembocaron en la celebración unánime de Marai como uno de los clásicos europeos del siglo XX).
Pues bien, si las Confesiones de un burgués retrataban el fascinante itinerario de Marai hasta elegir la lengua húngara, y El último encuentro parecía la muestra más acabada de lo que se podía hacer literariamente con esa lengua, ¡Tierra, Tierra! nos ofrece el adiós de Marai a su lengua y a su país. Un adiós que le llevó veinticinco años escribir (Marai puso punto final al libro cuando vivía de prestado en Salerno, en 1973) y que, a lo largo de esos veinticinco años, destiló en la prosa más fulgurante, las páginas más hermosas, la visión del mundo más certera, sabia y triste que haya ofrecido un mitteleuropeo sobre los efectos del viento de la Historia arrasando con todo lo que él ama de su patria.
Marai es de la vieja escuela: escribe sólo sobre las cosas que importan y, donde toca, siempre toca hondo, siempre deja muesca. ¡Tierra, Tierra! es una sucesión de relatos de primeras y últimas veces: sus páginas retratan la agonía de muchas cosas y el desolador comienzo de otras. Con la llegada de los nazis, el posterior desalojo de éstos por parte de los rusos y la reformulación de Europa después de Yalta (que dejó a Hungría en manos de Stalin), Marai y muchos como él perdieron todo aquello que les daba identidad. No es casualidad que, años después, este libro fuese uno de los pocos que Imre Kertész leería obsesivamente, en su desesperada necesidad de interlocutor, cuando para los húngaros y para el resto del mundo Marai había desaparecido por completo en la bruma de los tiempos.
El insobornable Kertész (que sobrevivió a Auschwitz y a cuarenta años de vida contra natura en la Hungría kaddarista) dijo, al recibir el Premio Nobel, que su única dote superior era “no haber obedecido a la única tentación de mi país: los cantos de sirena que invitan al suicidio psíquico, intelectual y finalmente físico”. Cerca del final de ¡Tierra, Tierra!, Marai visita en un hospital de Budapest a un amigo médico que intentó matarse: en una sala repleta de camas ordenadas en largas filas se entera de los muchos intentos de suicidio de gente “que no temía por su puesto de trabajo porque no tenía trabajo, ni podía temer tampoco por su posición social o el fin de un amor, porque ya nada de eso les quedaba”. El motivo de todos esos intentos de suicidio, piensa Marai, se debe a la imposibilidad de aceptar “que la Historia es indigna de confianza”.
Mientras espera la posibilidad de escapar de Hungría, Marai dedica sus jornadas a una tarea conmovedora: un amigo le consigue acceso a un salón clausurado de la Biblioteca Pública de Budapest. Allí lee día tras día, en diarios viejos que esperan la hora de ir al fuego, las hermosas crónicas y estampas de la vida húngara que redactaron colegas suyos que no tuvieron ni el tiempo ni la fortuna suficiente para desarrollar esas visiones en forma de libros. “Durante aquel año no leí un solo libro de un autor extranjero. Ni siquiera leí a los clásicos húngaros, ni a los integrantes de la gran generación de escritores de nuestro siglo. Como buscan el agua subterránea los animales y las plantas en épocas de sequía, así buscaba yo, en las obras de aquellos poetas y escritores que terminaron perdidos en las tabernas y las redacciones de periódicos, ese algo que me quería llevar de mi país, porque sabía que en el extranjero no podría encontrar ni rastro de ello.”
Cuando llega finalmente el momento de partir, Marai pasa la última noche conversando con su mejor amigo, un investigador científico, amante de la música. Ambos se definen como humanistas burgueses, ambos anhelaron e intentaron la construcción de un país humanista que reemplazara a la Hungría jerárquica de aristócratas y criados. El amigo de Marai se pregunta si están tan desengañados y desesperados porque no fueron lo bastante fuertes o valientes para efectuar los cambios para los que Hungría estaba madura y qué posibilidad existe para el humanismo ante la ominosa perspectiva de la industrialización y la polarización del mundo que ha impuesto la Guerra Fría. “En aquella hora silenciosa, nos despedimos para siempre en aquel jardín vacío de Budapest”, dice Marai. Y agrega: “Para decirnos adiós, nos pedimos perdón mutuamente: él por quedarse, yo por irme”.
¿Cómo es posible que un libro tan crepuscular y triste contagie tanto amor a la vida? No hay otra manera de contestar esa pregunta que instando a la lectura de ¡Tierra, Tierra!, a la experimentación en carne propia de su portentoso efecto.
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