Domingo, 19 de noviembre de 2006 | Hoy
MARTOCCIA
María Martoccia ha escrito una llamativa novela de ambientación rural, o semi rural: utiliza un lenguaje y un método infrecuentes para iluminar los pequeños dilemas de unos personajes laterales.
Por Sergio Di Nucci
Sierra Padre
María Martoccia
Emecé
192 páginas
Diálogos crueles, que a nada conducen, salvo que hacen avanzar la acción de la novela. Personajes que nos parecen mezquinos. De una mezquindad miope, progresiva, dirigida contra objetos módicos: el odio a un familiar, los celos por un pedazo de tierra semi abandonada. Con estas pequeñas cosas compuso María Martoccia Sierra Padre, su segunda novela. Hay que decir que es una gran novela, arisca.
La novela vive de una penumbra, en una provincia, en un ambiente semi rural. Pero sin esos signos de atraso o indolencia en los hábitos mentales que acompañan a tantas imágenes, no siempre dignificantes, no siempre decepcionantes, del centro norte argentino. Los personajes positivos no abundan y carecen de aquella intensidad de la que sí dan muestras los demás. De Clara, que cultiva su jardín con devoción, se nos formula la siguiente pregunta: “¿Por qué cada vez que se separa de alguien recuerda con minucioso detalle las cosas que pagó? Todas las veces, se imagina montones de billetes detrás de cada hombre. Y, después, hay un momento en que la pila de billetes le borra la cara al hombre”.
Hay una oposición, que la elección de las palabras por la narradora demuestra inútil, entre las tradiciones orales de la provincia y el laicismo: “Pero si sabés que esas cosas no existen. ¿No les cuentan en el colegio que son todas leyendas?” La jovencita interpelada responde: “Yo prefiero creer que es la chancha, porque si no es la chancha con cadenas era otra cosa peor. Algún desgraciado de esos que roban chicos. ¿O me va a decir que no existen?”. La crónica policial es más cruel que el mito recalcitrante.
El lenguaje invita por momentos a ser calificado de poético. En esta novela del interior, la naturaleza se presta al tópico que funde el macrocosmos del universo con el microcosmos del hombre. Más aún, proclama su identidad: “La tormenta ya había pasado de largo y no fue necesario que nadie llamara un remise. En el cielo, el trazado de la Vía Láctea era idéntico al camino de la sierra que sube al cementerio”.
No está ausente la reproducción de la sabiduría de los ancianos: “Si todo fuera tan fácil, nadie se mandaría macanas, ¿no?”; “Si hay Dios, habrá que rendirle cuentas algún día y si no, que cada uno haga su vida”.
El narrador (¿la narradora?), que en buena parte de la novela reclama los privilegios de la omnisciencia, reproduce modismos atribuibles a una oralidad que se reproduce: “Puede pelar kilos de fruta de un santiamén”.
A medida que avanzan las páginas –y avanzan rápido para el lector, porque la trama produce un interés que no decae–, la novela gana densidad. Un enfermero homosexual (también malo, malísimo) roba las joyas a sus enfermos terminales y traiciona a un cómplice mujer, la enfermera Leticia. “Maldito marica. Son todos iguales, al final te traicionan”, dice ella, sin que el lector pueda decidir si habla de los hombres, o de los maricones, que son hombres. Ambos llaman, a su jefa huesuda, Esqueleto. Desde esta escena de hospital, el clima se enrarece, como en los films de David Lynch, cuando lo siniestro se cuela desde la claridad cándida, provinciana. Martoccia jamás recurre a binarismos fáciles: si desde luego Sierra Padre es una novela que transcurre mayormente en la provincia, la ciudad está siempre allí. Sin las implicancias esperables: un joven de 23 años que robó y huyó de la sierra cordobesa, se muestra mucho más sofisticado en su maldad que las porteñas desorientadas que lo alojan, cobrándole. El tedio en la provincia por un lado, el control cotidiano por otro, pero también la intensidad de las relaciones, frente a una Buenos Aires falsamente cosmopolita, de ajedrez, novela policial y antisemitismo.
Para quienes lean la novela, que auguramos muchos, será arduo resumir el argumento, que se vale de personajes intensísimos y contrapuestos, como Paola y Elvira. La última deplora en la primera su falta de ambición. “Ni siquiera para una heladera.” Están sumidas en adversidades morales y climáticas: “la seca y el viento”. Clara, abandonada por Javier, el jorobadito, y su amigo, el enfermero Rubén, y Hernán, joven provinciano en Buenos Aires. Y otros más laterales pero no por ello olvidables: Min, Nina, Delia, Silvina...
El de Martoccia es un estilo, o mejor un método, ejemplar. Las frases no capitalizan el impulso acumulado por las anteriores, ni se someten a las posteriores. Más bien ocurre lo opuesto: en cada párrafo hay muchas frases, libres, contrarias, que reconsideran, asedian, enjuician a sus vecinas. En 1959, Federico Peltzer ganó el Premio Kraft con una novela, Compartida, que se valía sistemáticamente, de un procedimiento que es también favorito de Martoccia. En el libro de Peltzer, los guiones de diálogo valen sólo para una de las voces. La otra falta. O al revés, sobra, y por eso el narrador la omite. Con un diálogo así concluye Sierra Padre. O comienza, posliminar. La última palabra de la novela es el vocativo “che”.
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