Domingo, 22 de septiembre de 2002 | Hoy
En Los cátaros. La herejía perfecta (Javier Vergara), Stephen O’Shea recrea la crónica de las campañas de exterminio que la Iglesia de Roma lanzó contra la más poderosa de las herejías medievales.
Teleología
En las concepciones teleológicas (o finalistas) de la historia, ésta
tiene un fin (un final, y una finalidad). Es sabido que Hegel pensaba que el
fin de la historia era la emancipación del Espíritu. Los hegelianos
de izquierda (entre los cuales supo descollar Karl Marx, por la calidad de su
prosa y la irreverencia de su pensamiento) optaron por una solución menos
romántica e idealista: el fin de la historia sería la Revolución.
Más allá del debate filosófico que esas dos formulaciones
suponen (hay otras, claro está), lo cierto es que, en ambos casos, la
historia es una sucesión de procesos necesarios (para la emancipación
del Espíritu o para la Revolución). Teniendo en cuenta que, en
la Lógica, algo es o posible o necesario, la Historia, como lo Real,
es im-posible. Lo posible es la lógica de los mundos alternativos, el
como si, la ciencia-ficción. ¿Cómo habría
sido la historia si la Iglesia ortodoxa no hubiera aplastado, en la Edad Media,
las herejías religiosas que se levantaron en su contra? El historiador
riguroso se desentiende de esas aventuras de la imaginación porque lo
que pasó, pasó, y en todo caso se trata de explicar la necesidad
histórica (ex post facto) de esos sucesos. La pregunta sería:
¿por qué fue históricamente necesario que la Iglesia ortodoxa
aplastara las herejías religiosas que proliferaban como hongos durante
la Edad Media? Por el otro camino se corre el riesgo de caer en aporías
múltiples y evaluaciones éticas erradas, como pensar que el catolicismo
de Roma era el mal mientras los herejes eran el bien (versión un poco
a la George Lucas que parece ser la que sostiene Stephen OShea en Los
cátaros) y que, si la disidencia religiosa hubiera podido quebrar la
fuerza de los caballeros de Cristo, el mundo sería hoy mucho más
bonito, más justo, más tolerante con las ideas de los otros. Nada
de eso es cierto: la Historia es la madre de la Verdad y lo que consideramos
el bien y el mal son el efecto de la historia y no otra cosa.
Más allá del error de perspectiva que arruina irremediablemente
el libro de Stephen OShea, hay que reconocer sus muchos méritos.
Se trata de una crónica más que correcta muy bien documentada
y narrada con elegancia de la cruzada que entre 1209 y 1229 el papa Inocencio
III ordenó contra la herejía cátara y quienes le brindaban
amparo en el sur de Francia. Hacia el final, asistimos al nacimiento del aparato
de inteligencia de la Iglesia Católica, la Inquisición, y, sobre
todo, de los Estados Nacionales: la derrota del Languedoc como reino independiente,
el fracaso de cualquier proyecto político alternativo, y su definitiva
incorporación a la corona de Francia. Si en 1213 el sueño del
rey Pedro de Aragón hubiera adquirido consistencia, la Gran Occitania
habría dado origen a un Estado moderno (desde Tarragona hasta Marsella
en la costa del Mediterráneo, incluyendo toda la Cataluña, el
Languedoc y la Provenza): por alguna razón inexplicable, a OShea
le habría encantado una solución política semejante (a
la larga, hoy sería un Estado más de la provincia europea).
Teología
La herejía cátara o albigense (por la ciudad de Albi, tierra de
trovadores y cortes de amor) es la más célebre de todos los tiempos.
En realidad, la herejía gnóstica es más importante porque
es la madre de todas las herejías, pero como en tiempos de su difusión
la ortodoxia de Roma estaba dando sus primeros pasos, los gnósticos se
limitaron a reproducirse generación tras generación como un culto
espiritual sin mayores consecuencias políticas en Occidente (el Imperio
Romano de Oriente adoptó gran parte de su esteticista y aristocratizante
sistema de creencias, y así le fue).
Como los gnósticos, los cátaros eran dualistas: así como
existe el principio del Bien, existe el principio del Mal, y la Creación
es más bien irradiación del segundo que del primero. Mientras
que para la ortodoxia católica el Mal es consecuencia del pecado, para
los herejes (cátaros o gnósticos), el Mal preexiste al hombre,
que sólo puede perfeccionarse a través de sucesivas escalas espirituales.
Queda claro que la discusión entre ambas concepciones religiosas se vuelve
dramática en relación con los asuntos temporales. El cátaro
perfecto se desentiende del pecado, y de las riquezas materiales
hace un uso completamente discrecional porque no hay modo de deducir una moral
social de la creencia religiosa. Bien pronto quedó claro para la Iglesia
de Roma, con su manía por la codificación jurídica y la
recaudación de impuestos, que los sistemas de alianzas que intentaba
construir entre el poder temporal y el divino sufrirían grandemente si
las herejías medievales se imponían. De ahí la ferocidad
con que lanzó en su contra las maquinarias de destrucción de los
caballeros medievales. Entre las mayores iniquidades cometidas por la Iglesia
a lo largo de su historia (que no son pocas) se cuentan las matanzas que, en
el contexto de la cruzada contra los cátaros, acabaron con poblaciones
enteras: el 22 de julio de 1209, la ciudad de Bézier fue convertida en
una gigantesca pira funeraria en la que ardieron entre quince y veinte mil víctimas
sin distinción de credos, sexos ni edades. La mente humana había
cruzado un umbral, señala con justicia OShea (aun cuando
la noción de mente humana resulte un poco anacrónica
en ese contexto).
Sin prisa, pero sin pausa, Roma destruyó la disidencia religiosa, primero
con la máquina de guerra medieval y después con el sigiloso sistema
ideado por los frailes dominicos (los domini canem, los perros del señor):
la terrible Inquisición (casi un juego de ingenio, sin embargo, comparado
con las terribles matanzas anteriores). De la eficacia de su obra da cuenta
la imagen falsa de la Edad Media como un período uniformemente católico
y opaco, cuando fue en realidad la guerra continuada más larga de la
historia.
Novela
¿Por qué nos atrapan las historias de herejes y sus extraños
sistemas filosóficos? Evidentemente debe tratarse de una moda (de un
rendimiento industrial) en la que El nombre de la rosa tiene parte importante
de responsabilidad: leemos el presente como repetición del pasado. Pero,
además, OShea insinúa que el ideario cátaro era protofeminista,
así como otros cultores a ultranza de la new age leyeron en los evangelios
gnósticos que Cristo (esa invención) fue vegetariano. O tal vez
se trate de que, en la imaginación de los cronistas del presente, el
monolingüismo del Imperio es fácilmente asociable a la ortodoxia
religiosa de la Iglesia medieval: como quien dice, el pensamiento único
y las estrategias para escapar de él. Y así, cualquier cosa que
huela a disidencia nos parece encantadora. O, a lo mejor, nuestro interés
por la herejía se funda en una necesidad de creer en algo, aunque no
en eso que ha demostrado ya su ineficacia para mejorar el estado de las cosas
de este mundo. O, en última instancia, porque las guerras religiosas
(lo sospechaba Engels) organizan el universo en vencedores y vencidos, en privilegiados
y humillados; y estando, como estamos, inevitablemente en una posición
o en otra, en estos tiempos de transformaciones radicales, nos interesa saber
la suerte de aquéllos que hoy estarían en el bando en que nosotros
mismos creemos estar.
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