Domingo, 17 de febrero de 2008 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por Stephen King
Mi suegro ya se ha jubilado, pero cuando trabajaba para el Departamento de Servicios Humanos de Maine tenía un letrero muy atrevido colgado en la pared de su oficina. Decía: Una vez tenía ocho ideas y ningún hijo; ahora tengo ocho hijos y ninguna idea. Me gusta porque hubo un tiempo en el que yo no tenía ninguna novela publicada pero tenía unas doscientas ideas para escribir historias de ficción (doscientas cincuenta los días buenos). En la actualidad, tengo alrededor de cincuenta novelas publicadas en mi haber y solo me ha perdurado una única idea sobre la ficción: un seminario de literatura impartido por uno mismo probablemente duraría unos quince minutos.
Una de las ideas que tuve durante aquellos viejos y buenos tiempos fue que sería perfectamente posible combinar el mito vampírico de Drácula de Bram Stoker con la ficción naturalista de Frank Norris y los comics de horror de la firma E. C. que tanto me gustaban cuando era joven... y plasmarlo todo en una gran novela americana. Tenía veintitrés años, recuérdalo, así que dame un respiro. Tenía un título de profesor en el que la tinta apenas se había secado, unos ocho relatos cortos publicados y una enfermiza confianza en mi capacidad creativa, por no mencionar mi totalmente ridículo ego. Además, tener una esposa con una máquina de escribir a la que le encantaban mis historias convirtieron estas dos últimas cosas en lo más importante de todo.
¿De verdad pensaba lograr fusionar Drácula y Cuentos desde la cripta para llegar a un Moby Dick? Sí. Realmente lo pensaba. Incluso tenía planeada una sección al comienzo llamada “Extractos” donde incluiría notas, comentarios y apuntes sobre los vampiros, de la misma forma que Melville lo hizo con las ballenas al principio de su libro. ¿Me desalentó el hecho de que Moby Dick sólo vendiera una docena de copias a lo largo de la vida de Melville? No; una de mis ideas era que un novelista debe tener una mirada amplia, una mirada panorámica, y eso no incluye preocuparse por el precio de los huevos. (Mi esposa no estaría de acuerdo con eso, y creo que la señora Melville tampoco.)
En cualquier caso, me gustaba la idea de que mi novela de vampiros sirviera de balanza para la de Stoker, novela de terror que pasó a la historia como la más optimista de todos los tiempos. El conde Drácula, a la vez temido y adorado en su pequeño y oscuro feudo europeo de Transilvania, comete el fatal error de recoger sus bártulos y echarse a la carretera. En Londres conoce a hombres y mujeres de ciencia y razón: Abraham Van Helsing, experto en transfusiones de sangre; John Sweard, que conserva su diario en cilindros fonográficos de cera; Mina Harker, que taquigrafía el suyo y además trabaja como secretaria para los Valientes Cazadores de Vampiros.
Las modernas invenciones e innovaciones de su época fascinaron a Stoker y la tesis subyacente de su novela es clara: en una confrontación entre el hijo extranjero de los Poderes Oscuros y un grupo de buenos y ejemplares ingleses equipados con todo tipo de comodidades, los poderes de la oscuridad no tienen ninguna posibilidad de vencer. Drácula es perseguido desde Carfax, su residencia británica, regresa a Transilvania y finalmente le clavan una estaca durante el alba. Los Cazadores de Vampiros pagan un precio por su victoria –esta es la genialidad de Stoker–, pero sin lugar a dudas saldrán victoriosos.
Cuando me senté a escribir mi versión de la historia en 1972 –una versión cuya fuerza de vida viene invocada más por el nerviosismo de los mitos judeo-americanos de William Gaines y Al Feldstein que por las leyes urbanas de Romain– contemplé un mundo diferente, uno donde todos los artilugios que Stoker tuvo que haber contemplado con esperanzada maravilla, habían comenzado a parecer siniestros e incluso peligrosos. El mío era un mundo que había comenzado a atascarse con sus propias aguas residuales, un mundo que había desgarrado la bolsa de las cada vez más escasas fuentes energéticas y que tenía que preocuparse no solo de las armas nucleares sino también de su divulgación (la gran época del terrorismo estaba, afortunadamente, muy en el horizonte por aquellos tiempos). Me vi a mí y a mi sociedad en el otro extremo del arco iris tecnológico, y me dispuse a escribir un libro que reflejara esa sombría idea. Un libro donde, en resumidas cuentas, el vampiro pudiera acabar almorzándose a los Valientes Cazadores de Vampiros.
Llevaba unas trescientas páginas de este libro –por entonces titulado Second Coming– cuando publicaron Carrie, y mi primera idea sobre escribir novelas se fue a pique. Pasaron años antes de que oyera el axioma de Alfred Bester “El libro es el jefe”, pero no lo necesitaba; lo había aprendido por mí mismo mientras escribía la novela que finalmente llegaría a ser Salem’s Lot. Por supuesto, el escritor puede imponer el control; pero eso es una idea asquerosa. Escribir controlando la ficción se llama “trazar una trama”. Acomodarse en el asiento y permitir que la historia siga su curso... se llama “contar una historia”. Esto último es tan natural como respirar; trazar una trama es la versión literaria de la respiración artificial.
Establecido mi sombrío punto de vista de las pequeñas localidades de Nueva Inglaterra (me crié en una y sé cómo son), no tenía duda de que en mi versión el conde Drácula resultaría completamente triunfante sobre los raquíticos representantes del mundo racional puestos en fila en contra de él. Con lo que no podía contar era con la conformidad de mis personajes para ser representantes raquíticos. En lugar de eso, cobraron vida y comenzaron a hacer cosas por su propia iniciativa –a veces cosas elegantes, y a veces, cosas estúpidamente arriesgadas–. La mayoría de los personajes de Stoker están presentes en el final de Drácula, a diferencia de lo que ocurre al final de Salem’s Lot. Así y todo es, a pesar de la voluntad de su autor, un libro sorprendentemente optimista. Me alegro. Todavía veo todos los raspones y abolladuras en sus parachoques, todas las cicatrices en su costado que fueron infligidas por la inexperiencia de un novel artesano en su negocio, pero también encuentro pasajes de poder aquí. Y algunos de gracia.
Doubleday publicó mi primera novela, y tenía una oferta para la segunda. La completé al mismo tiempo que otra, la cual me parecía una novela “seria”; se titulaba Carretera maldita. Se las mostré a mi editor de aquella época, Bill Thompson. Le gustaron ambas. Mientras almorzamos no se tomó ninguna decisión, luego volvimos caminando hacia Doubleday. En el cruce de Park Avenue con la calle 54 –o algún lugar parecido– nos detuvimos ante la luz roja de un semáforo. Finalmente rompí el silencio y le pregunté a Bill cuál de las dos novelas debía publicarse.
–Carretera maldita probablemente obtendría una atención más seria –dijo él. Pero Second Coming es como Peyton Place pero con vampiros. Es un gran libro y podría llegar a ser un best seller. Pero hay un problema.
–¿Cuál? –pregunté mientras la luz se ponía en verde y la gente comenzaba a moverse a nuestro lado.
Bill se apartó del bordillo de la acera. En Nueva York no puedes desperdiciar una luz verde ni siquiera en momentos en que estás tomando una decisión crucial, y esta –podía sentirlo incluso en ese instante– era una que afectaría al resto de mi vida.
–Te encasillarás como escritor de terror –dijo.
Me sentí tan aliviado que solté una carcajada.
–No me preocupa cómo me llamen mientras las facturas no se queden sin pagar –dije–. Publiquemos Second Coming.
Y eso es lo que hicimos, aunque el título se cambió por Jerusalem’s Lot (mi esposa dijo que Second Coming sonaba como un manual de sexo) y más tarde terminó siendo Salem’s Lot (los cerebros de Doubleday dijeron que Jerusalem’s Lot parecía el título de un libro religioso). Finalmente, me encasillaron como un escritor de terror; una etiqueta que nunca he llegado a confirmar o denegar, simplemente porque pienso que es irrelevante para lo que hago. Sin embargo, sí resulta útil a las librerías para colocar mis libros en las estanterías.
Desde entonces he tenido que dejar marchar todas las ideas sobre escribir ficción excepto una. Es la primera que tuve (a los siete años, creo recordar), y será probablemente la que mantendré firme hasta el final: es mejor contar una historia, y mucho mejor todavía cuando la gente de verdad quiere oírla. Creo que Salem’s Lot, incluso con todos sus defectos, es una de las buenas. Una historia de las que asustan. Si no la has oído nunca antes, permíteme contártela ahora. Y si ya la habías oído, déjame que te la cuente una vez más. Apaga el televisor –de hecho, ¿por qué no apagas todas las luces salvo la que alumbra tu sillón favorito?– y hablemos de vampiros en la oscuridad. Creo que puedo hacerte creer en ellos, porque yo también creía en ellos mientras trabajaba en este libro.
Leí Drácula por primera vez a los nueve o diez años, alrededor de 1957. No recuerdo qué me impulsó a leerlo, tal vez algo que me había comentado algún compañero de clase o quizás alguna película de vampiros programada en el Cine de terror de John Zacherley, pero en cualquier caso me apetecía leerlo, de modo que mi madre lo sacó prestado de la biblioteca pública de Stratford y me le dio sin comentario alguno. Tanto mi hermano David como yo éramos lectores precoces, y nuestra madre alentaba nuestra pasión sin apenas prohibirnos lectura alguna. Con frecuencia nos daba un libro que uno de los dos había pedido y comentaba “es una porquería”, sabedora de que aquella observación no nos disuadiría, sino más bien al contrario. Además, mi madre sabía bien que incluso la porquería tiene su lugar en el mundo.
Para Nellie Ruth Pillsbury King Semilla de maldad era una porquería. La escalera circular, de Mary Roberts Rinehart, era una porquería. The Amboy Dukes, de Irving Shulman, era una porquería descomunal. Sin embargo, no nos prohibió leer ninguno de aquellos libros, aunque sí otros. Mi madre denominaba los libros prohibidos “porquería con mayúsculas”, pero Drácula no se encontraba entre ellos. Los únicos tres libros prohibidos que recuerdo con claridad son Peyton Place, Kings Row y El amante de Lady Chatterley. A los trece años ya los había leído todos, y los tres me habían gustado, pero ninguno podía compararse con la novela de Bram Stoker, en la que horrores ancestrales colisionaban con la tecnología y las técnicas de investigación más modernas de la época. Aquel libro era sencillamente único.
Recuerdo con toda claridad y profundo afecto aquel libro de la biblioteca de Stratford. Poseía aquel aire acogedor y gastado que siempre tienen los libros de biblioteca muy solicitados, con las esquinas de las hojas dobladas, una mancha de mostaza en la página 331, el leve olor a whisky derramado en la 468... Sólo los libros de biblioteca hablan con tal elocuencia muda de la influencia que las buenas historias ejercen sobre nosotros, de la permanencia inalterable y silenciosa de las buenas historias frente a la naturaleza efímera de los pobres mortales.
–Puede que no te guste –me advirtió mi madre–. Me parece que no es más que un montón de cartas.
Drácula constituyó mi primer encuentro con la novela epistolar y una de mis primeras incursiones en la ficción adulta. Resultó que no constaba tan solo de cartas sino también de fragmentos de diario, recortes de periódicos y el exótico “diario fonográfico” del doctor Seward, conservado en cilindros de cera. Una vez disipado el desconcierto inicial ante aquel rosario de géneros, lo cierto es que me encantó el formato. Poseía cierta cualidad de fisgoneo justificado que me resultaba tremendamente atractiva. También me encantó la trama. Había muchos pasajes aterradores, como cuando Jonathan Harker se da cuenta de que está encerrado en el castillo del Conde, la sangrienta escena en que clavan la estaca a Lucy Westenra en su tumba, el instante en que abrasan la frente de Mina Murray Harker con la hostia consagrada... Pero lo que me provocó una reacción más acusada (no olvidemos que por entonces contaba tan solo nueve o diez años) fue el grupo de aventureros intrépidos que se lanzaba en ciega y valiente persecución del conde Drácula, ahuyentándolo de Inglaterra, siguiéndolo por toda Europa hasta su Transilvania natal, donde la trama alcanza su desenlace en el crepúsculo. Diez años más tarde, al descubrir la trilogía de El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien, pensé: “Esto no es más que una versión algo menos tenebrosa del Drácula de Stoker, con Frodo en el papel de Jonathan Harker, Gandalf en el papel de Abraham Van Helsing y Sauron en el papel del Conde”.
Creo que Drácula fue la primera novela adulta realmente satisfactoria que leí en mi vida, y supongo que no es de extrañar que me marcara tan pronto y de forma tan indeleble.
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