Domingo, 9 de marzo de 2008 | Hoy
MAGGIANI
¿Por qué viajan los hombres? ¿Por qué migran los animales? Son algunos de los interrogantes de la original novela ganadora del Premio Strega.
Por Fernando Bogado
El viajero de la noche
Maurizio Maggiani
Norma
222 páginas.
Las razones por las cuales alguien o algo elige viajar, elige moverse desde un punto A hacia un punto B (y entrar así en la gramática perversa del problema matemático), son siempre extrañas. Para un etólogo –estudioso de la rama de la biología que toma por objeto los comportamientos animales– suele ser (a veces) el problema de una disciplina. O al menos aparentemente: el narrador de la galardonada novela de Maurizio Maggiani, El viajero de la noche, no deja de volver en diferentes momentos de su relato sobre la insondable razón que se oculta detrás de todo desplazamiento, animal o humano.
Todo comienza con el protagonista absorbido por la sutil variedad de colores del paisaje en el cerro de Assekrem, en el Hoggar –un desierto montañoso situado en Argelia–. Su ubicación no es fortuita, ya que está parado sobre la tumba del père (padre) Foucauld, un personaje extraído de la vida real y recuperado a través de diferentes aforismos ficticios creados adrede por el autor para este trabajo: sus palabras teñirán de una extraña santidad a cada evento relatado. En su investigación (la migración de gaviotas ocurrida luego de cada escasa lluvia), el protagonista se encuentra acompañado de una comitiva compuesta por diversos miembros de la comunidad de los tagil, que van desde el joven chofer Kemhail hasta el anciano poeta Tighrizt (apodado dimah, nuevamente: padre). La comunicación entre ellos sólo puede darse a través de la ayuda de Jibril, un joven árabe que interpreta el francés del etólogo a algo del escaso tuareg que conoce, dialecto manejado por los locales. Otro viaje, uno nuevo: el de las lenguas, que pululan en una armonía particular dentro de las páginas de la novela.
El Assekrem se convierte rápidamente en el escenario en donde se desplegará el viaje mental cuasi-místico del narrador hacia la Italia proletaria de su infancia (marcada por la presencia de otro padre, el biológico: Dinetto) o hacia la ciudad de Tuzla durante la guerra de Bosnia –zona en donde se ha dado otro estudio migratorio–. Será aquí en donde el texto revelará su cariz más sentimental y humanista al comparar la migración de una osa que huye de las bombas con la desesperanza de los hombres, quienes quieren pero no pueden escapar de ellas: la masacre causada por una granada caída en la plaza Kapija durante los festejos del último día de asedio de la ciudad bosnia conforman el horroroso núcleo de un viaje que se revela como expiatorio.
Esta tendencia hacia la redención marca la diferencia más fuerte entre El viajero de la noche y otra novela de trayectos con la que comparte al menos dos nombres del título: si en Viaje al fin de la noche Céline utilizaba el desplazamiento como marco narrativo para retratar la locura de un siglo recién empezado, Maggiani recurre en su relato al viaje como metáfora de una humanidad perdida que necesita reencontrarse sobre el final de la misma fatídica centena de años. La agresión a Bosnia se suma así a un catálogo de horrores históricos recurrentes en la novelística del autor, como la Inquisición (tratada en El coraje del petirrojo, de 1995) y la Segunda Guerra Mundial (tema de su novela de 1998, La reina sin adornos).
Ganadora del prestigioso premio Strega 2005, El viajero de la noche peca de cierto gusto poscolonial por proponer a los nativos (aquí, los tagil) como protectores de un saber superior ligado a la naturaleza, tópico que los best sellers contemporáneos han sabido incorporar productivamente. Sin embargo, la obra compensa esta falta de originalidad con una sintaxis parsimoniosa, sencilla: cada palabra está puesta con el cuidado con el que un artesano arma su pieza. El narrador, sirviéndose de este método, termina contando pequeñas historias de supervivientes (viajes dentro del viaje) que dejan como resultado del “problema matemático” –mejor: “literario”– una sola certeza: aunque misteriosas, las razones para emprender el viaje sobran.
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