Domingo, 7 de septiembre de 2008 | Hoy
Quienes crean que la depresión del inspector Wallander expresa cierto ser nacional sueco, se equivocan. Más bien proviene de los más de veinte años que Henning Mankell viene residiendo en Mozambique. En este ensayo breve pero contundente, Mankell da testimonio de la tragedia del sida en Africa y de los “libros de recuerdos” escritos por los moribundos para que los hijos guarden su memoria.
Por Mariana Enriquez
Moriré, pero mi memoria sobrevivirá
Una reflexión personal sobre el sida
Henning Mankell
Tusquets
130 páginas
Henning Mankell parece vivir dos vidas. En una reside en Estocolmo y es el creador de Kurt Wallander, el gran detective literario de estos tiempos (el que protagoniza novelas ya clásicas como Los perros de Riga o El hombre sonriente). En la otra, es dramaturgo y director del Teatro Nacional Avenida de Maputo, Mozambique, el país donde pasa gran parte del año, y al que también considera su hogar. Mankell ha dicho que esta vida dividida entre uno de los países más ricos del mundo y uno de los más pobres es en realidad sólo una: una vida completa. “Soy como esos pintores que deben pararse frente al lienzo cuando terminan un cuadro, para verlo de lejos. Mi existencia tiene ese movimiento. Algunas cosas sólo pueden verse a distancia, con cierta perspectiva.”
Esa perspectiva, dice, le permite escribir policiales que cuestionan la moralidad, la justicia y las responsabilidades del capitalismo, y se la ha dado el hecho de vivir en Africa. Mankell llegó al continente a los 22 años. Poco después se mudó a Zambia y finalmente se instaló en Mozambique, en 1987, ya como director del teatro Avenida. Es un escritor prolífico y un hombre hiperactivo, con más de cuarenta libros publicados (apenas nueve pertenecen a la saga del detective que lo hizo famoso). Y, además, es un ferviente difusor de los problemas africanos, especialmente del drama del sida que asola al continente. “Muchos críticos creen que el desengaño y la depresión que se traslucen en las novelas de Wallander provienen del clima frío, húmedo y triste de Suecia, de cierta melancolía genética que tendríamos los suecos. Pero no: provienen de conocer Africa, de saber que lo peor de este mundo es que hay mucho sufrimiento innecesario.”
Moriré, pero mi memoria sobrevivirá. Una reflexión personal sobre el sida es un texto breve en el que Henning Mankell ofrece su perspectiva sobre la epidemia y básicamente intenta difundir la existencia de los memory books o “libros de recuerdos”, pequeños cuadernos armados artesanalmente por enfermos de sida moribundos, donde ellos cuentan sus propias vidas. Lo hacen sobre todo para sus hijos, para que no los olviden. En algunos casos, los autores de libros de recuerdos confeccionan varios, uno para cada hijo, o para otros miembros de sus familias. Escribe Mankell: “No sé cuándo oí hablar por primera vez de los libros de recuerdos. Pero cuando ocurrió, comprendí de inmediato que debía saber más sobre ellos. Esos libros, esos pequeños cuadernos con fotografías pegadas en sus páginas y con textos escritos por personas que apenas dominan el alfabeto, podrían convertirse en los documentos más importantes de nuestro tiempo”. Así, para conocer estos libros, Mankell recorre Uganda y conversa con mucha gente, aunque en Moriré... aparecen sólo tres de sus interlocutores: una maestra y madre joven llamada Christine, su amiga Gladys y Moses, un hombre ya mayor que le habla de los primeros casos de sida en Kampala, a principios de los años ’70. Entre las conversaciones y el armado de los libros, Mankell recuerda su propio terror ante el sida incluso cuando no tenía posibilidades reales de estar infectado, y es brutalmente honesto en su exposición del miedo que lo sobrecoge cuando considera la posibilidad de llevarse a la cama a dos prostitutas jóvenes, en Zambia, o cuando espera los resultados de su test. También se indigna cuando da cuenta del increíble afán de lucro de los laboratorios, que no brindan drogas gratis para Africa, y cuando piensa en la precariedad que siempre acompaña a la miseria. “Padecer el sida en Suecia o en un país como Uganda son dos cosas totalmente distintas. El sida suele conllevar terribles dolores, difíciles de mitigar y más aún de erradicar. En un país pobre faltan recursos, incluido el de los especialistas médicos necesarios para mitigar el dolor.” O cuando cuenta el destino que tuvo el ataúd de utilería usado por su teatro para la representación de la obra Aquí no paga nadie, de Dario Fo: fue usado para sepultar a una joven prostituta enferma de sida de 17 años, que vivía en la calle y pedía comida.
Los mejores momentos de este breve y conmovedor libro ocurren cuando Mankell deslumbra y lastima como narrador. Entonces la denuncia y la indignación dan paso a párrafos inolvidables, más impactantes que cualquier cifra: “La primera vez que vi a una persona que, con total seguridad, tenía sida, fue también en Zambia. Era un joven que, con paso vacilante, se apeaba de un autobús abarrotado de gente, en Kabompo. Cayó al suelo a los pies de las personas que lo esperaban en la parada. Lo llevaron al hospital en una carretilla. Estaba en los huesos. Dos días después, murió. Había tenido el tiempo justo de viajar desde su casa, en Kitwe, hasta la de su madre, para morir a su lado. Se llamaba Richard y tenía diecisiete años. Fue en 1988. Y, con total seguridad, no era homosexual”.
Así, con recuerdos, retazos de sueños y fragmentos de conversaciones recogidos en más de treinta años, Henning Mankell trata de, como lo define en el prólogo el arzobispo Desmond Tutu, “hablar claro, y sobre todo hablar en nombre de aquellos que no pueden hablar por sí mismos”. Y también confiesa su esperanza de que los huérfanos del sida, que en 2003 –cuando se publicó originalmente este texto– sumaban trece millones, no tengan que escribir esos bellos y desesperados “libros de recuerdos”.
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