Domingo, 7 de septiembre de 2008 | Hoy
En un pueblo griego, las pequeñeces y grandezas humanas van de la mano de la miseria económica. Panos Karnezis hilvanó un sinnúmero de historias como en una novela comunitaria.
Por Alicia Plante
Infamias cotidianas
Panos Karnezis
Emecé
296 páginas
Parecería que la pobreza persistente iguala a los hombres, un fenómeno que, según se verifica, responde a su aplicación de métodos conocidos por todos y que no varían mucho. El recurso de la pobreza que con mayor frecuencia tiene éxito es el de socavar lentamente la dignidad que permite a un hombre distinguirse de su vecino. Para eso irá recortando día a día las alas de un proyecto vital posible –positivo hasta por el hecho mismo de su concepción y existencia– y finalmente extinguirá del todo los fulgores de la esperanza, diosa que estimula la eclosión del temperamento y la firmeza del pie derecho.
Los personajes del pueblito griego de veintisiete casas –es decir, tres por debajo del mínimo que se requiere–, en el cual ocurren los hechos de Panos Karnezis, padecen su miseria desde hace tanto tiempo que los matices de carácter que identifican a cada uno no alcanzan a destacarlos totalmente del fondo de tierra reseca de las calles por las que caminan. Nunca terminan de surgir de la melancolía del paisaje que el plátano del centro de la plaza no consigue aliviar. Y sin embargo, el estilo de un joven escritor que asoma por primera vez al otro lado del mundo, que quizá sin siquiera saberlo, o pretenderlo, abrevó en el realismo mágico de García Márquez, los coloca en un pentagrama donde la belleza, la malicia y el sentido del humor son el condimento cotidiano de la infamia.
Los relatos no dependen unos de otros y son autosuficientes. Sin embargo, sin que el lector perciba nunca la necesidad de un orden, los enhebra la continuidad del escenario, de los seres y de los hechos. El terremoto que dejó al pueblo casi totalmente en ruinas es aludido con frecuencia como un mojón que lo ubica en el espacio y en su historia. El padre Yerásimo, una especie de referente ético del pueblo, “que bebe la sangre de su Dios en el desayuno” y se angustia por el no futuro; el jefe de estación, impotente incluso para solucionar el problema del hediondo sanitario del ferrocarril; Ballena, el tabernero, que arrastra la cruz de su úlcera pero siempre está, aun cuando lo traicionan los fusibles; el carnicero, todo un partido cuando la sequía hace bajar los precios del ganado; Estela y sus sueños pero también su espanto: las pesadillas recurrentes que le llegan atraídas por la invasión de polillas; las ratas y las cucarachas apareciendo siempre como si también se propusieran para la categoría de personajes; Aristo, el forastero del organillo que encarna la desesperación, el delito despiadado pero también el amor más tierno; la inesperada ingenuidad del director de la penitenciaría del condado; la inoperancia del alcalde ante la corrupta ceguera de las autoridades y su disposición a la venta de una única hija; los personajes que están de paso, como los cazadores o los artistas del circo, con el centauro inmortal que no quiere que le busquen una yegua y que se rehúsa a dormir con los caballos.
Se despliegan, van y vienen, se buscan, se desencuentran, se hacen daño pero algunas veces se ayudan, porque ser una comunidad es ser la humanidad y el bien también asoma, aunque más no sea un poco. Y entonces estos seres arrinconados pertenecen a cualquier lugar del mundo, podrían ser de aquí, de allá, del calor y el polvo, del sudor y el dolor a manos de otro que maneja su destino y su futuro con indiferencia, con la vil bandera del progreso envuelta al cuello del inocente, del que nada entiende, nada tiene, y todo es.
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