Domingo, 7 de septiembre de 2008 | Hoy
En la cada vez más difundida literatura japonesa (entre autores contemporáneos, traducciones de clásicos y reediciones de títulos largamente ausentes en las librerías), el lugar de los personajes femeninos es, de un modo u otro, central. Pero si hay un autor en cuya obra las mujeres se destacan, ése es Junichiro Tanizaki.
Por Juan Forn
Kawabata recordaba siempre que, en sus tiempos de estudiante de la secundaria, se escapaba cada vez que podía a Asakusa, a espiar la fauna de los cafés que crecían “como el bambú después de la lluvia” en el distrito rojo de Tokio. Uno de esos días, en la terraza del legendario café Elban, el adolescente Kawabata vio a Junichiro Tanizaki (que era trece años mayor y ya disfrutaba de la fama como escritor) rodeado de chicas hermosas, pendientes de sus palabras. Según Kawabata, ése fue el día en que decidió dedicar su vida a la literatura.
Un par de años antes, Tanizaki se había hecho célebre de la noche a la mañana con la publicación por entregas de su nouvelle El tatuaje, un relato de intenso voltaje para la época, en que un artista japonés tatuaba una enorme araña en la espalda de una muchacha que recogía de la calle. Al contemplar su trabajo finalizado, el artista murmuraba al oído de su modelo: “Ninguna mujer japonesa podrá rivalizar contigo ahora. Nunca más experimentarás miedo. Y todos, todos los hombres serán tus víctimas”.
Para explicar su adoración por las mujeres, a Tanizaki le gustaba decir (en el Japón de 1912) que su madre lo había amamantado hasta los seis años. Fuese verdad o no, lo cierto es que Tanizaki había sido consentido desde su infancia por todos los adultos que habitaban la casa de su abuelo, el dueño de una imprenta en el distrito de Nihombashi que publicaba libros y láminas igualmente exquisitos (pero que debía la mayoría de sus ingresos a la publicación diaria de una hoja de cotización de granos). En sus memorias (inéditas en castellano, pero afortunadamente traducidas al inglés con el título Childhood Years), Tanizaki cuenta que su fascinación por lo occidental comenzó con los cuentos de Oscar Wilde y los poemas de Poe y Baudelaire (que su madre le enseñaba de pequeño en lengua original), pero que el momento decisivo fue su descubrimiento del dandysmo, esa teatralidad tan diferente de la japonesa, que no se limitaba a las tablas sino que impregnaba la vida real de sus cultores.
Tanizaki construyó una muy peculiar forma de dandysmo. En la literatura, el cine y la música occidental, que absorbió como una esponja desde joven, encontró una visión de la mujer que no existía en su país. Desde el culto de los antiguos griegos por sus diosas hasta la devoción a la amada de los poetas románticos, la idea de que ante ciertas mujeres el hombre sólo podía hincarse de rodillas fue para Tanizaki una confirmación de lo que sentía desde niño hacia el género femenino, a contrapelo de todos los varones japoneses de su época.
De allí la gran diferencia entre sus personajes femeninos y los del resto de los escritores de su país: las mujeres de Tanizaki son siempre retratadas desde adentro, no como criaturas extrañas, indescifrables (como las geishas de Kawabata, las doncellas de Akutagawa o las libertinas de Kafu), sino como seres bastante más perceptivos que los hombres a los estímulos y azares que les depara la vida. La gran novela de Tanizaki es, sin discusión, Las hermanas Makioka, la historia de cuatro hermanas casaderas en la Osaka de los años ’20, que le permitió ganar (tardíamente, recién en 1949) el Premio Imperial de Literatura y que llevó al gran Edward Seidensticker (traductor de su obra, junto con la de Kawabata y Mishima, al inglés) a decir que Tanizaki era a las mujeres japonesas lo que Nabokov era a las mariposas.
Cuando el cosmopolitismo de los años ’20 desembocó en el nacionalismo cada vez más belicoso de los años ’30, Tanizaki abandonó Osaka (ya había dejado Tokio luego de que el gran terremoto de 1923 destruyera su casa allá) para instalarse en Kyoto. Kawabata apelaría poco después al mismo recurso: en la vieja capital, devenida pequeña ciudad de provincia, era más fácil para ambos disimular el escaso entusiasmo que despertaba en ellos el fanatismo que llevaría a Japón a la guerra. Pero antes de abandonar Osaka, en 1928, Tanizaki publicó su canto del cisne a aquella época: la novela Hay quien prefiere las ortigas. Según las malas lenguas, se trata de la ficción más autobiográfica de Tanizaki y relata casi paso a paso algo que ocurrió en la vida real: Tanizaki colocó a su segunda esposa en brazos de su mejor amigo y convenció a ambos de que el divorcio (y el posterior casamiento de ellos) era lo mejor para los tres.
Aun así, el divorciado permanecería en contacto y “en perfecta armonía” con la nueva pareja. De hecho, según relata en sus memorias, las formidables hermanas Makioka estaban basadas casi literalmente en su ex esposa y sus tres ex cuñadas (los primeros capítulos de la novela empezaban a aparecer por entregas cuando Japón bombardeó Pearl Harbour y la censura militar interrumpió la publicación; aun así Tanizaki no sólo siguió escribiendo el libro sino que hizo una pequeña edición de autor de la primera parte, que distribuyó sigilosamente entre sus amigos, incluyendo por supuesto a su ex esposa y ex cuñadas).
En Kyoto, Tanizaki volvería a casarse. También habría de aplicar a su propia vida la estética que fundamentó en su excelso ensayo de 1934, Elogio de la sombra. Allí decía, por ejemplo: “En la mansión llamada literatura yo mantendría los techos altos y las paredes oscuras, empujaría a las penumbras todo aquello que se destaca de manera excesiva y me libraría de toda decoración inútil”. Quizá por esa razón hizo que su tercera esposa y los hijos de aquel matrimonio vivieran en una casa bastante apartada de la suya, en los bosques que rodean el templo de Honenin en Kyoto. Otra de las cosas que llaman sugestivamente la atención es la clase de libros que escribió en aquellos últimos años, cuando vivía solo y “a la antigua”: primero La llave (que relata la “corrupción erótica” a la que un marido entrado en años somete a su joven esposa, y que sería llevada al cine por el bizarro Tinto Brass) y después Diario de un viejo loco (que relata las desventuras de un anciano que intenta seducir a su nuera y termina muriendo de golpe por la excitación sexual acumulada).
Tanizaki murió en 1965, poco después de publicar Diario de un viejo loco. Cuarenta años antes, en Hay quien prefiere las ortigas, había escrito: “A los hombres que alcanzan un objetivo, por pequeño que sea, sin experimentar tristeza, se les llama inteligentes. ¿No se avergüenzan de su pusilanimidad?”. Su tumba se encuentra en Shishigatani, en el extremo oriental del cementerio, junto al arroyo que cruza el bosque del templo budista de Honenin. Consiste en dos simples rocas, una menor que la otra. En la más alta sólo dice Jaku (ideograma que significa tranquilidad). En la más pequeña sólo dice Ie (que significa familia). Ambos ideogramas fueron esculpidos por el propio Tanizaki. Las dos piedras yacen bajo un cerezo que florece todas las primaveras y que también fue plantado por el propio Tanizaki.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.