Domingo, 16 de noviembre de 2008 | Hoy
En su último libro, Daniel Pennac aborda el tema de la educación. Fiel a su tradición heterodoxa y antisolemne, lo hace desde una perspectiva infrecuente: la de los malos alumnos, aquellos que en apariencia ya no tienen remedio.
Por Fernando Krapp
Mal de escuela
Daniel Pennac
Mondadori
255 páginas
La escuela siempre fue cuna de conflictos. Conflicto entre padres y maestros, entre directores e inspectores, funcionarios estatales y empresarios educacionales. Conflicto salarial, conflicto institucional. Y en medio, el alumno: el depositario último y primordial de miles de teorías pedagógicas y didácticas, el que debe atravesar el largo y sinuoso camino de la educación para convertirse en un ser racional, sujeto en una sociedad. Algunos recorren ese camino sin dificultades; buenas notas, presentismo, siempre diez. Otros, en cambio, se resisten y hacen de la escuela su propio campo de batalla. Y otros sencillamente no entienden nada; lo que les dicen les entra por un oído y les sale por el otro. Verdaderos parias del saber, burros, cabezas duras, o como los llama Daniel Pennac en Mal de escuela, zoquetes. ¿Qué hacer cuando un alumno, que ha llevado una vida normal, sin traumas, culto y muy lector, no entiende nada de nada? Daniel Pennac husmeó en su pequeña biografía escolar, porque él mismo, hoy famoso escritor y respetado ex maestro de francés (equivalente a nuestra lengua y literatura), supo ser un zoquete de aquéllos.
Con una prosa ágil, coloquial, cargada de humor, depurada de todo tecnicismo didáctico y a la vez muy explicativa, Pennac cuestiona (y se cuestiona) el origen del conflicto entre ese dúo poco dinámico: el educador y el educando. El cuestionamiento de base apunta no tanto a problemas de tipo psicológico o social sino comunicativo. La comparación de Pennac con las teorías pedagógicas de Paulo Freire es evidente: la reflexión sobre la práctica educativa tiene que darse necesariamente en la acción misma de enseñar, y no tanto por fuera, como una ciencia abstracta. El alumno no es una cabeza vacía donde el profesor descarga todo su saber metódicamente, sino una especie de caja de Pandora, donde el maestro estimula con paciencia casi oriental, sin desdeñar técnicas que parecen antiguas, como la memorización de textos literarios (bastantes complejos, por cierto), el dictado y el riguroso análisis sintáctico, con subordinadas y todo.
Cierto tono zumbón a nostalgia se desprende de Mal de escuela. La sombra de que todo tiempo pasado fue mejor, que Pennac no se priva de subrayar. Porque, a diferencia de los antiguos, los alumnos modernos llegan a la escuela con una identidad que toman del consumo. El deseo de objetos los aparta de su obligación como estudiantes. Pennac insiste (o confía, quizás, ciegamente) en que el maestro debe rescatar el cerebro de los chicos de las garras del consumo.
Aún así, ¿qué hacer con el zoquete que mira con sus ojos huecos sin entender? Pennac vuelve a la carga contra los maestros que no dejan de lado su Saber, y se frustran al ver que sus alumnos les hieren el ego con su ignorancia. El maestro debe ser un poco zoquete también. Darle un sentido a la ignorancia. Permitirse saber no saber nada. Y cuando el alumno no entiende, empezar una vez más todo, desde cero. Para Pennac, la única manera de poder hacer semejante esfuerzo es con amor. Probablemente el término amor sea la mayor blasfemia que exista entre los santos pedagogos, pero Pennac no habla de un amor fraternal hacia el alumno, no confundamos, sino de amor al oficio de enseñar.
Mezcla de autobiografía y ensayo, Mal de escuela entra en la categoría de “narrativa docente” que busca trasmitir a los docentes las experiencias en las aulas. Sin embargo, el libro trasciende la mera nomenclatura para aterrizar en el terreno de la literatura. Mal de escuela parece no tener un lector ideal: puede ser el docente que busca una experiencia para su formación, o los padres, que muchas veces no saben cómo se desempeñan sus hijos y la influencia que ellos mismos ejercen sobre su comportamiento, o aquellos que supimos ser zoquetes en tiempos escolares, y nos habría encantado tener un maestro como Daniel Pennac.
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