Domingo, 30 de noviembre de 2008 | Hoy
Poeta formado en el silencio de largas incursiones en el desierto, cada libro de Edmond Jabès vuelve sobre los temas que encontró en aquel silencio: Dios, uno y el Libro.
Por Guillermo Saccomanno
La historia del Libro empieza en Egipto, en la década del 20, cuando un muchacho se aleja de su ciudad y se interna en el desierto. Le gusta pasar días enteros en la arena. Quizá presiente que casi sesenta años más tarde anotará: “El pensamiento es el relámpago que desgarra el vacío”. Y a continuación: “El olvido es cuestión de segundos”. El muchacho puede pasarse días enteros en el desierto, solo, en la nada. “El gesto de escribir es gesto solitario”, escribe. Y se pregunta: “¿Quién osaría, en medio de las arenas, hacer uso de la palabra? El desierto sólo responde al grito, al último, envuelto ya en silencio, de donde surgirá el signo, porque únicamente se escribe en los confines precisos del ser”. Hay un aprendizaje literario en esta soledad, una meditación constante en la nada. En este vacío el muchacho se pregunta el sentido de las palabras. Puede inferirse que este aprendizaje es un estudio del silencio. En el desierto encontrará su voz, la del Libro, siempre el mismo Libro, así con mayúsculas, porque su Libro, como su escritura, aspira a lo sagrado. Cuando se constituya en escritor, el Libro será varios libros: El Libro de las Preguntas, El Libro de las Semejanzas, El Libro de los Límites, El Libro de los Márgenes, y así, siempre. Porque el Libro será uno y el mismo. Su tema obsesivo: variaciones de una búsqueda de sentido. El muchacho se llama Edmond Jabès y nació en 1912 en El Cairo –esa es la ciudad a la que da la espalda para internarse en el desierto– y morirá en París en 1991 consagrado como uno de los poetas esenciales en la indagación del lenguaje. Leerlo no es un ejercicio sencillo. No se trata de que sus textos sean complejos, rebuscados. Por el contrario, próximos al aforismo, tienen una transparencia que, conspirando contra todo apuro, imponen el freno y la reflexión. En todo caso, sus textos inspiran vértigo, que no es igual a una lectura veloz. Para Jabés la relación con el texto debe ser instintiva. “Las fronteras del lenguaje –escribe– son nuestros propios límites.” Si se tiene en cuenta la búsqueda del joven Jabès en el desierto se comprenderá por qué sus textos dan la impresión de haber sido escritos en un alto en la marcha, escritos después de un caminar pensativo. O, si se prefiere, un pensar caminante. En este punto la escritura fragmentaria de Jabès recuerda a Nietzsche, una escritura producida andando, entre campos y colinas, una escritura consciente de su fugacidad y, no obstante, empecinada en fijar una marca. Una situación similar: Satie componiendo mientras camina todo el tiempo, sin parar, las calles de París. “Escribimos siempre al filo de la Nada.” En consecuencia, escribir sobre Jabès implica tener presente todo el tiempo la dificultad.
Nacido en una familia judía, Jabès recibe la nacionalidad italiana de su abuelo. En Egipto tiene una educación francesa. Y en francés escribe sus primeras prosas poéticas. En el ’29 publica notas antifascistas y el cónsul italiano en El Cairo lo amenaza con deportarlo. Casi un revés trágico, en el ’40 lo detienen los británicos creyéndolo fascista por su nacionalidad italiana, pero lo salva la comprobación de su militancia en ligas de la resistencia. En el ’42, cuando Rommel y sus tanques avanzan, debe retirarse a Palestina. Terminada la guerra, vuelto a El Cairo, organiza reuniones de intelectuales hasta que en el ‘51 Nasser lo expulsa de Egipto y se radica en París, donde adopta la ciudadanía francesa. En París su obra pronto cobra repercusión. Se le arriman Max Jacob, Michel Leiris, George Bataille, George Steiner y Jacques Derrida. Maurice Blanchot, un lector atento de su obra, vacila en escribir sobre Jabès: teme cercar su poética. Y no se equivoca.
Pasaje de lo profano a lo sagrado, al sentido que tanto busca suele nombrarlo Dios. Pero Dios, advierte, es un malentendido que afecta la verdad. Jabès afirma: “Dios está lleno de malicia. Si uno quiere que sus palabras sean las suyas deben en, principio, abrazar el silencio”. De sus días y noches en el desierto extrajo una intuición: “El absoluto de la escritura, considerado como escritura de lo sagrado, no podría ser más que el silencio del decir”. En consecuencia, leer a Jabès y proponerse a un tiempo escribir sobre su poética es asumir la soledad de Dios: “Dios da a leer. Él no lee”. Y escribe: “Hablamos para romper la soledad, escribimos para prolongarla”. Se ha dicho que su poética debe al primer romanticismo alemán, pero en más de un aspecto no le es ajena la experiencia de Kafka. En ocasiones sus textos son parábolas como “Ante la ley”. Así como para Kafka la escritura es religión, Jabès, heredero de la tradición literaria judía, considera que su tierra y la de todo escritor es, sin retorno, el Libro. En la medida que la tierra es el Libro, todo escritor es un judío. Esta noción de tierra no se conecta con la de patria o Estado. Israel no le interesa demasiado a Jabès. Y nada más alejado de su ideología de la escritura que el sionismo. Su ser judío es una cuestión ideológica y estilística que opera como estrategia de escritura. En este sentido, su prosa poética es una metafísica del nomadismo y el no lugar donde el Libro, una escritura en tránsito perpetuo, fija una residencia siempre provisional. De este modo, Jabès pone en tela de juicio la relación del lenguaje, las palabras, con lo real. La indecibilidad que tanto le preocupa proviene del horror. Auschwitz es, aun cuando no nombre Auschwitz, central en esta escritura que se cuestiona su propia naturaleza literaria. Lo que vincula a Jabès directamente con Celan. La adopción (léase “apropiación”) de una lengua extranjera une a los dos poetas extraterritoriales. Celan persigue la destrucción del alemán, el lenguaje del enemigo. Jabès, en tanto, con sus “aforismos” en francés pretende explorar el lenguaje, tocar su fondo, perderse en el abismo si es preciso. En su complementariedad, Celan y Jabès convergen respondiéndole a Adorno que no sólo es posible sino necesario escribir sobre la experiencia concentracionaria.
El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha (publicado originalmente por Gallimard en el ’82) es uno de sus libros más cortos. También, un concentrado que, paradójicamente, funciona como introducción a su obra y como summa. Como todos sus libros, su prosa poética se relaciona, según su autor, con El Libro de las Preguntas. “La subversión es el movimiento mismo de la escritura”, escribe. Y también: “Amenazamos lo que nos amenaza. La subversión no tiene un único sentido”. Quien desee ponerse escrupuloso y definir con precisión el diccionario de la Real Academia constatará que “subvertir” significa “trastornar, revolver, destruir (más en el sentido moral)”. Jabès escribe en esta dirección: la de destruir las nociones convencionales de una moral utilitaria del lenguaje y de la poesía como artefacto decorativo y suntuario. Jabès dice de este libro: “¿Sabía yo, hasta ahora, que abrir y cerrar los ojos, acostarse, moverse, pensar, soñar, hablar, callarse, escribir, leer, constituyen gestos y manifestaciones de la subversión, el despertar que conmociona el orden del sueño, el pensamiento que se ensaña con la nada a fin de tener razón, la palabra que parte, desplegándose, el silencio y la lectura que restablece, en cada frase, el escrito en cuestión? Existir, pensar, escribir nos comprometería, entonces, a perseguir indirectamente un equilibrio interior frente a actos subterráneos de subversión, equilibrio que se encontraría, al fin, dejándolos enfrentarse libremente en nosotros. Somos el lugar despedazado de esos conflictos. Logramos localizarlos espaciándolos y limitándolos en el tiempo; es lo que llamamos: vivir, con nosotros mismos, en armonía”.
Esta no es la primera vez que comento un libro de Jabès. Y como en cada una de esas veces anteriores, tengo la sensación de que no pude describir con exactitud el efecto Jabès. Porque su escritura, con su carácter de invocación ofrece el silencio como respuesta. El blanco de la palabra, la palabra como herida. Jabès lo dice. “Una herida en la herida.” La escritura entonces deviene además de marca, sangre: “La sangre enrojece la tinta sin, por ello, templarla. Todo vocablo muere de frío”. Pero, ¿explico así a Jabès? ¿Acaso precisa ser explicado? “¿Podemos pensar acerca del otro?”, pregunta Jabès. Y agrega: “No podemos referirnos más que a la idea que nos hemos formado. ¿Sería la relación con el otro algo más que relación entre dos pensamientos estériles enfrentados uno de espaldas a otro?”. No obstante, Jabès escribe: “Creer que todavía tenemos que decir algo, incluso cuando ya no tenemos nada que decir. La palabra nos mantiene con vida”. ¿No conviene abandonar de una vez este intento de escribir sobre Jabès y confiar en la inmanencia luminosa de su escritura? En consecuencia, me resigno pensando en la idea de Blanchot: escribo temiendo nublar sus visiones. Entonces, al escribir, me acuerdo de un pibe nadador que vi hace poco arrojarse al mar y, al no hacer pie, pedir auxilio: “Me olvidé”, gritó. “Me olvidé de nadar”. Tal vez esta anécdota represente lo que Jabès le pide a su lector. Que se olvide de cómo se lee y aprenda otra vez, de cero, a nadar. Es decir, una auténtica subversión.
El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha
Edmond Jabès
Editorial Trotta, Madrid
79 páginas
En las últimas semanas pueden encontrarse en algunas librerías varias ediciones de Jabès. El Libro de las Preguntas (Editorial Siruela), ahora en un tomo y con textos antes no incluidos. También los tres volúmenes de El Libro de los Márgenes (Arena Libros) en tres tomos.
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