Domingo, 7 de marzo de 2010 | Hoy
Después del enorme éxito que consiguió su premiada novela El pasado y el anuncio de una trilogía sobre los años ’70 de la que ya se publicó Historia del llanto, a Alan Pauls le llegó el turno en la peluquería. En Historia del pelo se vale de un hombre obsesionado con el corte perfecto y de sus reflexiones capilares para confrontar con la literatura testimonial que recurre a los métodos más convencionales. En esta entrevista, Pauls explica el lugar de su literatura después de El pasado, desmiente ser un escritor excesivamente influido por la cultura francesa y confiesa sentirse tan endogámico como todo buen escritor argentino.
Por Juan Pablo Bertazza
Alrededor de cinco millones se distribuyen, en forma desigual, en diversas zonas del cuerpo de cada persona. Sólo en la cabeza hay cerca de un millón. No crece, por ejemplo, en la palma de las manos siempre y cuando el sujeto en cuestión no se haya masturbado excesivamente. Es un objeto estético pero a la vez funcional: los de la cabeza protegen al cuero cabelludo del sol y del frío, los de las cejas y pestañas mantienen los ojos a salvo del sudor de la frente, mientras que los de la nariz impiden la entrada de polvo (al menos, del que está en el aire). De crecimiento tan imprevisible como cíclico a tal punto que, según dicen algunos, sobrevive incluso a la muerte, escribir la Historia del pelo se parece a (re)hacer la Historia de la eternidad. Pero, además de todo eso, Historia del pelo constituye la segunda entrega del tríptico con el que Alan Pauls se propuso escribir la primera mitad de la década del setenta de una manera novedosa: haciendo pivote en lo que él mismo llama tres fósiles de la época en cuestión: el llanto, el pelo y el dinero. Tres volúmenes, entonces, que lejos de ostentar inmediatez y exhaustividad documental, se regocijan en la distancia y en lo ínfimo –tan ínfimo que, al referirse a sus libros, Pauls dirá simplemente “el pelo” o “el llanto”– al mismo tiempo que discuten las formas más convencionales y los vicios con los que la literatura argentina suele encarar la política.
“Efectivamente, veía un riesgo en no poder mantener cierta tasa de enigma en el marco de un proyecto que define un horizonte por más laxo que sea. Pero no hay una verdadera contradicción entre los límites del proyecto y el deseo de escribir, por lo menos para mí que, lejos de ser un fanático de la libertad, encuentro mucha productividad en el límite. Escribí con mucho placer las dos primeras partes y tengo muchas ganas de escribir la tercera, que ya empecé y que, supongo, también va a respetar ciertas líneas al mismo tiempo que va a llevarme hacia algo inesperado. Una de las virtudes del proyecto es que esos tres elementos que ordenan todo, además de ser absolutamente caprichosos, constituyen vías de acceso sesgadas que conservan siempre una sombra. No tengo una opinión formada con respecto a lo que significan el llanto, el pelo y el dinero en relación a los años setenta, son como voces de sirena que me dicen ‘metete por acá’ y me otorgan impunidad para poder entrar con muy poca precaución que es, en general, lo que estas épocas tan significativas producen a la hora de abordarlas: una mezcla de respeto, miedo y prudencia excesiva que arruinan cualquier intento”, explica Pauls, prolijamente peinado en su estudio.
En Historia del llanto Pauls había problematizado las condiciones de la literatura testimonial con el relato en tercera persona de un protagonista que no había participado de esa época más que como lector voraz, un progresista que se lamentaba por su incapacidad para llorar el asalto al Palacio de La Moneda en 1973. Hacia lo mismo apuntaba que el asesinato de Aramburu fuera contado a partir de un sueño de un vecino, relato incompleto e íntimo por excelencia. En Historia del pelo aquel concepto parece cocinarse mucho más en la práctica, una idea renovadora en un molde un poco más clásico: la novela de un hombre tan obsesionado con su pelo que tiene epifanías cada vez que entra a una nueva peluquería y que trata de encontrarse a sí mismo en cada corte. Historia del pelo es una novela tremendamente actual y atractiva, en la que los años setenta terminan inmiscuyéndose de forma inesperada a partir de la aparición estelar de la peluca con que Norma Arrostito participó en el secuestro y asesinato de Aramburu. “La función que cumple el fósil en este caso es distinta del rol pedagógico que cumplía en el llanto. Acá el pelo funciona como objeto obsesivo o principio de monomanía. Este libro tiene algo de comedia y, como toda comedia, presenta una arquitectura más visible, el llanto era más interno y replegado, este es más externo y desplegado, el otro hablaba de la sentimentalidad de lo político, este hace hincapié en la frivolidad y la política”, compara Pauls.
Justamente, dada la rica tradición literaria y cultural del pelo, este libro se podría haber respaldado en citas capilares de autoridad como el fantástico relato de Maupassant en el que un hombre se enamora perdidamente de una cabellera de mujer, la excelente obra Decir sí de Griselda Gambaro que, justamente, compone una relación entre la represión y la estampa de un parquísimo peluquero, o también en el film francés El marido de la peluquera, de Patrice Leconte. En cambio, en Historia del pelo hay referencias a un peluquero que Elvis Presley tomó de gurú, a un mechón de pelo rematado del Che e incluso a la frondosa cabellera de Carlín Calvo en su apogeo actoral.
¿Tuviste en cuenta a la hora de hacer este libro algunas ideas de Los rubios, en cuyo guión colaboraste?
–Sí, me interesó muchísimo el empleo que hace Albertina Carri de la peluca, lo cual marcó para mí la caída de una fobia a lo frívolo que, creo yo, no es otra cosa que la caída de una concepción demasiado frívola de la frivolidad. Por un lado ella tomaba al pie de la letra la descripción prejuiciosa que una vecina hacía de sus padres, creyéndolos rubios cuando en realidad no lo eran, y entonces Albertina asumía esa percepción equivocada como una identidad propia: ahora vamos a ser nosotros los rubios. Pero son rubios falsos, rubios de peluca, eso me pareció provocativo, complejo y genial. Cuando presenté el libro que se hizo sobre Los rubios en el Bafici hace unos años, ya en el texto que escribí hablé de la peluca de Arrostito para defender el empleo que hacía ella del elemento frívolo peluca. Eso estaba en mi cabeza. En definitiva, lo que hizo ella con las pelucas rubias fue producir, por primera vez en mucho tiempo, un pensamiento serio sobre la frivolidad y me gustaría que Historia del pelo tuviera un poco ese carácter.
Al mismo tiempo, esa artificialidad que en el libro mostrás no sólo con la peluca sino también con los cortes casi permanentes del peluquero Celso, la peluca de pelo natural y hasta ese peinado afro que el protagonista trata de alcanzar dejando de lavarse la cabeza, no puede dejar de ponerse en relación con la crítica que emprendés, en este proyecto, contra la literatura testimonial más convencional.
–Yo creo que el libro panea por todos los matices que van de la naturaleza más natural al artificio más artificial, pero no para decir que en lo natural está la verdad sino casi todo lo contrario. Hasta qué punto uno puede decir que la peluca de Arrostito es artificial y no un artificio totalmente natural de la política de esos años, es decir, no importa su pelo sino el pelo que tenía cuando secuestró a Aramburu. El postizo, en este caso, estaría mucho más cerca de la verdad política. Por eso está esa cuestión archifósil que es la peluca de Arrostito pero también la noción de la peluca verdadera y la idea detrás de todo corte de pelo: no hay diferencia entre lo que hace un peluquero con tu pelo y lo que hace un escultor con su material, el pelo pasa a ser entonces un objeto escultural como cualquier otro, tamizado por la moda o el estilo. Por otro lado, el tema del pelo de los hombres merecería una discusión muy profunda.
A pesar de todo esto, ¿rescatás alguna obra dentro de la literatura testimonial?
–Los dos grandes modelos de escritores que lograron hacer algo combustible entre literatura y política son Walsh con Operación Masacre y Osvaldo Lamborghini con El fiord. Desde entonces ese modelo quedó tan agotado como la gauchescha a partir de Estanislao del Campo. Hay que encontrar otras formas y una posibilidad es empezar a explorar un poco esa especie de mutuo vampirismo que hay entre pulsión y militancia, entre fantasma privado y utopía social, entre intimidad y política.
Por más diversidad de estilos, formas y obsesiones que convivan en un autor, el hecho de dar un nuevo paso en su itinerario suele generar, en el caso de los buenos escritores, un raro efecto: teñir el resto de la obra, haciendo que sus libros anteriores se resignifiquen al calor del último proyecto, algo que paradójicamente no sucedería si ese escritor diera siempre vueltas sobre el mismo asunto ya que, en ese caso, lo ya escrito permanecería inmutable. El tríptico del llanto, el pelo y el dinero quizá constituya una vuelta de tuerca en la obra de Alan Pauls, a tal punto que obliga a rever, en espejo, en influencia, lo que ya escribió. Claro que esto no se da como en la novela El pasado, en la que su dilatado amorío con Sofía lo invadía a Rímini hasta destruirlo aun en los momentos en que él decidía alejarse de ella. En este caso, sucede al revés: es el escritor el que, al parecer, decide volver al pasado de su obra sólo para ir más lejos en su futuro. De hecho, en Historia del pelo hay una frase que así lo deja sentado: “El pasado es lo que nunca termina de pasar o lo que siempre está volviendo”. Pero la última obra de los escritores permite también rever lo que no escribieron: “Ya había intentado algo similar a este proyecto pero fracasé, iban a ser diez relatos sobre crímenes y problemas urbanos a principio de los ‘90. Después de escrito el tercero, sentí que había agotado la reserva de energía que encerraba la idea. Están los tres textos: el caso Berciani, el caso Malarma y un tercero que nunca se publicó. Pero el proyecto en sí se desmoronó”, se lamenta Pauls.
¿Algo de esa intención de reunir lo íntimo con lo político no puede leerse, en retrospectiva, también en El pasado, aunque a priori constituya una obra totalmente distinta?
–Realmente escribí El pasado en un estado de autismo, lo único que tenía en mente era esa especie de mundo hermético y bunker, es decir, la experiencia amorosa de esta pareja. La política estaba tan forcluida que uno terminaba preguntándose todo el tiempo por ella. La ecuación demencial, casi psicótica, que subyacía a la novela era, por lo tanto, la de reemplazar la política por el amor. Por otro lado, la novela tenía una especie de marca de la dictadura militar: la idea de dos personajes que se juntan para amarse porque arriba está todo mal, te matan, te chupan, te destrozan. Quise una novela que surgiera en una especie de refugio antiatómico. Aun así enfrentarme con hechos históricos, fechas y sensibilidades de época, como estoy haciendo en este proyecto, representa para mí una diferencia. Por otro lado, estos textos son porosos, heterogéneos, sin género definido, es decir, inventados realmente sobre la marcha, a diferencia de El pasado en que, luego de escribir las primeras 120 páginas, ya sabía un poco el terreno por donde iba a transitar. Creo que ahí hay algo intencional porque lo peor que me podría pasar como escritor es tener la sensación de que estoy explotando un yacimiento.
¿Y cómo ves esa relación con los libros anteriores?
–Yo llegué bastante tarde a la decisión de trabajar en literatura con experiencias personales. Tal vez por haber defendido con cierta demencia una concepción de la práctica literaria que tenía que ver con el espesor del lenguaje y la densidad textual para oponerme a lo que me parecía se estaba imponiendo en la escena argentina: una concepción un poco estúpida, pragmatista, vitalista y populista de la relación entre experiencia y literatura. Cuando escribí El pudor del pornógrafo pensaba que estaba haciendo un libro hecho sólo de literatura aun cuando fuera cruza de las cartas de Kafka con los correos sexuales de las revistas porno, y si la releo hoy me costaría encontrar un libro más autobiográfico que ese, lo cual es una lección sobre que la relación entre literatura y experiencia es muy oblicua y poco diáfana. Es decir, la experiencia es demasiado interesante y complicada para reducirla a lo que viví y la edad que tengo, y las novias y los partidos en donde milité. Creo que mi trabajo siempre tiende a complicar lo que otro enuncia con una aparente simplicidad, yo tengo la sensación de que es mi papel, ahí donde alguien dice “al pan pan y al vino vino”, yo digo: ¡un carajo! Esa es un poco mi compulsión.
¿Te considerás que sos el último ejemplar de alguna especie de escritor?
–Quizá conmigo se acaba un espécimen en que la literatura tenía mucho alimento con las ciencias humanas: la filosofía, la teoría literaria, lo cual no impide que muchos de esos elementos me sirvan para pensar la relación entre literatura, mundo y experiencia. Las ciencias humanas se cayeron a pedazos, perdieron su papel de piloto de proa que tenían en los ‘60 y ‘70, pero eso no quiere decir que no hayan destilado pequeños espectros que son los que quizá reaparezcan dentro de veinte años, eso me gustaría problematizar también: la idea de que las cosas terminan, algo que aparece mucho en El pasado. Me deprimen un poco esos pensamientos que decretan el fin de las cosas cada seis meses porque impiden ver que esas cosas permanecen activas y tienen mucho que decir. Me interesa más la concepción de la historia que analiza la actividad secreta de las cosas que todo el mundo dice que están terminadas. Como ejemplo contemporáneo y de moda total, citaría el comunismo: estamos deseando el comunismo otra vez, si les hubiéramos hecho caso a los idiotas que decían que porque se desmoronaba el Muro de Berlín había que excluir las palabras “comunismo”, “marxismo” y “leninismo” del vocabulario cotidiano, hoy no entenderíamos por qué su espectro recorre tanto el mundo en este momento. El comunismo es un fantasma totalmente activo no porque Cuba siga siendo comunista sino porque el capitalismo tiene alojado en su corazón ese espectro. El mundo contemporáneo es un mundo de supervivencias, no de finales. Lo más interesante del mundo contemporáneo es ese principio de reversibilidad absoluta.
En su libro de ensayos El factor Borges que, en su bellísima primera edición de Fondo de Cultura Económica, cuenta con muy valiosas ilustraciones, Pauls escribió: “A cierta altura de sus vidas, los escritores tienden a compendiar su identidad –todo lo que son, todo lo que los ha hecho célebres– en un álbum de estampas representativas”. Acaso uno de los rasgos que más saltan a la vista en esa imagen de Pauls como escritor es su relación con el universo francés, a tal punto que uno podría imaginarlo, tranquilamente, en un debate en TV5. “Mis libros están traducidos al francés, y allá me consideran un hijo de Cortázar y Borges, no un escritor afrancesado. Es cierto que tengo una relación muy fuerte con la cultura francesa y que tuve una educación institucional bilingüe porque fui al Liceo franco-argentino, pero esa relación es sedimentada, anacrónica, una especie de pasado glorioso: Stendhal, Flaubert y algunos escritores del siglo XX. Me gusta mucho Pierre Klossowski, que es un bicho rarísimo que prácticamente no existe para la literatura francesa. Leo muy poco de los autores de ahora, el último escritor francés que descubrí, tarde por supuesto, es Pierre Michon, y Matias Enard me gusta pero vive en Barcelona, así que ya está medio fuera del circuito también. Lo más contemporáneo de la cultura francesa para mí es Barthes, el único escritor francés que me vio crecer: lo empecé a leer a los 16 y, si abrís un libro de él, vas a encontrar en el mismo ejemplar mis notas a los 16 y mis notas a los 50. No estoy para nada en sincro con lo que pasa en la literatura francesa, no hay una relación real. En ese sentido, como todo escritor argentino, soy endogámico y muy argentino. De hecho, cuando salgo al mundo a dar un coloquio, el primer repertorio de problemas a tratar son siempre de literatura argentina, un grave ensimismamiento que me gustaría poder remediar”, señala.
A la inversa, esas lecturas cristalizadas de un escritor impiden ver algunos elementos de su obra que, si bien no aparecen en la epidermis –o el cuero cabelludo– de su escritura, tienen una presencia muy fuerte. Uno de esos elementos es el empleo de un humor tan extraño como eficaz. En El pasado, por ejemplo, la relación entre Rímini y su padre es casi hilarante, sobre todo cuando él decide comprarle para su cumpleaños un pulóver moderno y estridente y, cuando al fin va a dárselo, se da cuenta de que lleva puesto uno igual porque Sofía acababa de tener exactamente la misma idea. O el personaje entre siniestro y animal de Frida que, en medio de su convalescencia, le confesaba a Rímini, en un rapto de locura, que se masturbaba cada vez que con Sofía se iban de su casa. En Historia del pelo, además de su ridícula manía, las relaciones que el protagonista va entablando con su peluquero favorito Celso y, especialmente, con el camaleónico Monti, ese mejor amigo de toda la vida al que ni siquiera desea atender por teléfono, apuntan hacia lo mismo. “Yo me divierto mucho cuando escribo, para mí el pelo es una comedia fúnebre pero una comedia al fin. El libro no deja de reírse del espanto que pone en escena, un tipo que se pasa la vida buscando el corte perfecto como si eso fuera su propio Moby Dick, como un momento de hilaridad que flota en un río más bien desgraciado y triste. El pasado es una novela totalmente para reír. Pero leer es una cosa complicada, la cultura occidental tardó setenta años en leer la risa en Kafka hasta que vino Deleuze y dijo ‘terminemos con estas sesiones lacrimógenas’: Kafka leyó el primer capítulo de El proceso en una reunión y la gente se revolcaba por el piso de la risa. Me interesa mucho la risa: en la vida y como fuerza artística. Los artistas que me interesan tienen un borde de risa muy fuerte: Beckett y Bataille, escritores que normalmente son considerados existenciales y angustiosos”, confirma.
Algo similar ocurre en la literatura de Pauls con el contenido escatológico: desde los hombres que pasan semanas enteras sin bañarse y no siempre deciden reemplazar el hedor con perfume francés hasta el montoncito de cabello en el suelo que, luego de terminar de leer Historia del pelo, queda en el paladar del lector. Claro que para hacerlo Pauls no renuncia a su característico estilo preciosista que genera un contraste notable. “En El pasado lo veo más que en este libro: siempre me interesó esa fricción entre una materia abyecta y una escritura elevada, de esas pérdidas de altura está hecho lo que llamamos estilo. Tener estilo no es escribir bien o lindo, para mí el estilo es justamente el roce entre dos dimensiones heterogéneas. También esa pérdida de la altura, esa despresurización, es una de las cosas por las que me gusta un escritor. Guebel trabaja con eso de manera extraordinaria y, por supuesto, Lamborghini. Hay algo muy combustible en esa especie de mierda enjoyada.
En El factor Borges resumís a Cortázar en la imagen de su cigarrillo, sus guayaberas y su eterno aire adolescente, a Bioy por los blazers y la pecas sonrientes. ¿Cómo pensás que te van a ver a vos, estés o no de acuerdo con esa imagen?
–Como un escritor denso, serio y deportivo. Porque hay una idea de que los cuerpos de los escritores están deformados por la laboriosidad de escribir y como yo jugué al tenis de jovencito, por ahí eso me salvó de ser jorobado. Otra cosa que me identifica de modo raro, no sé si bien o mal, es el hecho de que hace casi treinta años vengo teniendo una intervención rara en los medios. Soy alguien que, por un lado, milita con cierto entusiasmo en lo específico de la literatura y, por el otro lado, flota más o menos alegremente en un mundo donde si hay algo que no existe es el espesor. Cuando empecé en 1984 no sólo no había escritores en la tele sino tampoco jóvenes, el más joven en esa época era Repetto. En ese momento meterse en la tele era como pisar arena movediza, yo mismo estaba en pie de guerra y, socialmente, era como venderse. Esa doble identidad es algo relativamente raro.
Acaso esa extraña característica se acreciente con la actuación de Alan Pauls en Medianeras, largometraje de Gustavo Taretto en el que actúan, además, Carla Peterson y Mariana Fabbiani, entre otros. “Hice una cosa muy chiquita, pero me interesó: hago una especie de ex novio celoso, me sentí como un extra mirado con cierto interés. Debo decir que, en rigor, ya había debutado en cine: hace muchos años hice de piloto de avión en 1000 boomerangs, la primera película de Mariano Galperín y abría la puerta de la catedral de La Plata junto a Rodrigo Fresán en La sonámbula, de Fernando Spiner. Dos papeles impresionantes que fueron injustamente inadvertidos.”
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