Domingo, 7 de marzo de 2010 | Hoy
Bajo la fuerte tutela de Jacques Derrida, el chileno Patricio Marchant aborda la obra poética de Gabriela Mistral. Y lo hace desde una perspectiva tan original como heterodoxa. La crucifixión, la Madre y El Espíritu Santo en un viaje experimental y filosófico al lenguaje poético.
Por Mariano Dorr
Sobre Arboles y Madres
Patricio Marchant
La Cebra
360 páginas
Este extraño libro, experimental por donde se lo mire, no es sin embargo un texto inclasificable. Habría que colocarlo en las grietas de la obra de Jacques Derrida, como una extensa plegaria en el Muro de los Lamentos, y más específicamente entre Glas (el Finnegans Wake del padre de la deconstrucción, todavía sin traducción al castellano) y La tarjeta postal (un libro sobre Freud y Lacan saturado de cartas de amor del propio Derrida). La primera edición de Sobre Arboles y Madres –independiente, artesanal incluso– se publicó en Santiago de Chile, en 1984: “El golpe de Estado –contra Salvador Allende– tuvo al menos la virtud de dejarme siete años sin poder escribir absolutamente nada. El hecho de haber estado dos años en Francia, en contacto con Jacques Derrida, yo creo que me ayudó bastante, de modo tal que el 79 retomé la posibilidad escritural con un español un poco... poco usual, digamos, un tanto patológico”, dice Marchant. La singular escritura de Patricio Marchant es todavía más enrarecida por las diversas tipografías, diseños de página, cajas, paginación al margen y “erratas respetadas”, pues “los autores a menudo deben agradecer sus pensamientos más audaces y los más extraordinarios giros a sus benévolos tipógrafos, que contribuyen al vuelo de las ideas por medio de las así llamadas erratas”. Con todo, es este un libro sobre la poesía de Gabriela Mistral, de cuya obra Marchant se ocupa después de analizar dos obras de arte (El retablo de Isenheim, de Matthias Grünewald, y La Piedad, de Miguel Angel) como poemas, entendiendo por “poema” lo que Nicolas Abraham y María Torok han desarrollado en la línea psicoanalítica del “criptoanálisis”.
La escena de la Crucifixión (El retablo de Isenheim) y el descenso de la cruz en brazos de María (La Piedad) sirven como una primera aproximación al problema del Arbol y la Madre, donde la desolación de la Virgen al pie de la cruz –de madera– invita a Marchant a preguntarse por ese “instinto filial” que Imre Hermann, “el Proust del psicoanálisis”, encuentra en la figura originaria del “agarrarse a”. Si lo primero que aprende un niño al nacer es, precisamente, agarrarse a la madre, nuestros ancestros primates siguen mostrándonos que lo segundo en aprender, lo esencial, es separarnos de ella: agarrarse a las ramas de un árbol, gesto que Cristo lleva a su paroxismo en el cumplimiento de la Pasión. El descubrimiento del fuego podría tener su origen en el dramático rito de la separación (primero de la madre, luego del árbol); el fuego sería primero un modo de destruir ramas secas, pérdida de la pérdida, expiación; sólo después se habría convertido en un elemento útil y civilizador, capaz de cocer lo crudo. En La Piedad, Miguel Angel escenifica la separación del árbol y el regreso al regazo de la madre, pero ya como cuerpo muerto, flácido, seco. Allí –señala Marchant– asistimos al descanso, a la dulzura de un después: “Dos seres que se han amado están ahí, en esa atmósfera de sosegada paz. Pero si, primeramente, relación sexual, esto es, descanso después de la relación sexual, comprendemos también que no únicamente relación sexual ese descanso. Si triángulo, si mujer, la Pietà dice los tres momentos de una relación única, la única relación que es la relación única: la madre con el hijo, la mujer que es madre del amante que reposa entre sus brazos y la madre que recibe al hijo muerto. El ciclo entero de la vida...”, escribe Marchant en su derridiano castellano.
El autor asegura que escribió (salvo la primera escena) “todos los capítulos al mismo tiempo”, obedeciendo menos a un programa que a los impulsos de la música que iba escuchando durante el trabajo. Hacia el final del libro, entre las “escenografías” (selección de imágenes en papel ilustración), Marchant reza: “Creo en diospadre, Richard Wagner; creo en su único hijo, Gustav Malher; creo en el espíritu santo, Mozart; creo en Schubert; creo en nuestra santa madre, común a todos, Bach; creo en Arnold Schönberg y Alban Berg; y porque creo en KarlHeinz Stockhausen, creo, a pesar de todo, en el futuro –de la música, se entiende”.
La lectura criptográfica de Gabriela Mistral se desprende del texto casi como una conclusión o una necesidad. Es allí, en Desolación, donde Marchant encuentra el intrincado nudo entre árboles y madres a través del trabajo de “Arbol Muerto”, “Tres Arboles”, “Viernes Santo”, “Credo” y otros poemas. En todo caso, se trata de un libro de difícil acceso, no por la estrechez de sus puertas sino por la enorme cantidad de entradas, acaso innumerables. Sin embargo, mientras evaluamos por dónde introducirnos nos descubrimos en medio del texto, y cuando creemos no haber comprendido, sospechamos que, al fin y al cabo, vamos en la dirección correcta. Pues aquí, ninguno de los caminos conduce a Roma.
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